Sábado 31 de Mayo de 2025
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Pocas cocinas han conquistado el mundo con tanta naturalidad como la italiana. No hacen falta mapas ni traductores cuando se habla el idioma universal de una buena pizza, una pasta al dente o un tiramisú que te abrace desde dentro. Madrid, capital de todas las gastronomías, no es ajena a este fenómeno: basta con recorrer un par de manzanas para encontrarse con trattorias, pizzerías, osterias y demás templos del sabor transalpino. La oferta es tan amplia como desigual.
Pero entre esa maraña de imitaciones, franquicias sin alma y experimentos de fusión, hay proyectos que no solo resisten, sino que destacan por su autenticidad y su amor al producto. Piccola Napoli, con su nombre modesto pero su propuesta firme, se ha ganado un lugar propio en el paladar de los madrileños. Como en los buenos hogares italianos, la mesa se convierte en el centro del mundo: se come con gusto, se conversa con calma y se sale con la sensación de haber sido bien recibido.
El alma de Piccola Napoli tiene nombre y apellido: Mario d'Alessio. Fue en 2010 cuando este napolitano, con el apoyo de su familia y el anhelo de compartir los sabores de su tierra, levantó el primer local en Madrid. Desde entonces, su proyecto no ha dejado de crecer, consolidándose como una de las opciones más auténticas y queridas de cocina italiana en la capital. Ya asentados en barrios como Cuatro Caminos (Calle de Palencia, 29) y Ríos Rosas (Calle Cristóbal Bordiú, 5), hace menos de medio año decidieron dar un nuevo paso y abrir su tercera sede en Calle López de Hoyos 202.
Lejos de diluirse con la expansión, el espíritu de Piccola Napoli permanece intacto: platos honestos, sabor casero y una calidez que va más allá del servicio. Aquí, además, contamos con la atención cercana y profesional de Ugo, hijo de Mario, que junto al resto del equipo nos guio por la carta con un trato impecable y cercano, como quien te invita a comer a su propia casa. El espacio es amplio y muy luminoso, con una decoración sencilla pero cuidada que deja todo el protagonismo a lo que realmente importa: la cocina. Un gran horno napolitano preside la sala como un altar gastronómico, donde se cuecen, cariño y paciencia, las pizzas que dan sentido a toda esta historia.
La carta arranca con una selección de entrantes que resume a la perfección el espíritu de la casa: sencillez bien entendida, producto de calidad y sabores que apelan a la memoria. La focaccia, elaborada con pan de pizza, aceite de oliva virgen extra, sal y orégano, funciona como un bocado esencial, casi ritual. Le siguen propuestas de mayor empaque como la tagliere di affettati e formaggi, una tabla generosa de embutidos y quesos italianos que invitan al picoteo informal y al deleite compartido. Entre los imprescindibles figuran también la burrata pugliese con rúcula, tomate seco y pesto, la zuppa di cozze con mejillones y tomate cherry al toque picante de guindilla, o las versiones de provola ahumada, bien a la plancha (ai ferri) o cocinada con salsa de tomate San Marzano (pizzaiola). Platos como el carpaccio di bresaola o la grigliata di verdure aportan un contrapunto fresco y ligero en una carta que abre el apetito con criterio y coherencia.
Si hay un apartado que brilla con luz propia, ese es el de la pasta. Cocida siempre al dente, servida en raciones generosas y con precios que sorprenden por lo ajustados —ninguno supera los 14 euros—. Hay una regla no escrita que dice que si una trattoria sabe hacer una buena carbonara, todo lo demás está en su sitio. Bromas aparte, aquí se cumple con creces. Su spaghetti alla carbonara, elaborado como manda la tradición —con guanciale, huevo, pecorino y pimienta—, es un plato redondo y adictivo. El exceso de grasa del guanciale no solo no molesta, sino que actúa como un hilo conductor que envuelve la pasta y crea una salsa untuosa, muy bien ligada, casi mantequillosa, que no necesita más para convencer. Junto a ella, los tagliatelle porcini merecen mención aparte: setas boletus, nata, trufa blanca y parmesano se combinan en una receta fragante y cremosa, de sabor profundo pero sin excesos, que seduce desde el primer bocado.
La carta ofrece un abanico amplio que permite viajar por distintas regiones y gustos: desde los penne arrabbiata con su característico picante, hasta los spaghetti amatriciana con guanciale y pecorino, los gnocchi alla sorrentina horneados con tomate y mozzarella, o los maccheroni siciliana con berenjena, albahaca y parmesano, todos preparados con mimo y coherencia. También hay opciones más suaves como los spaghetti al pomodoro o los tagliatelle dell'orto, y platos de sabor marcado como los gnocchi 5 formaggi o los tagliatelle del chef con salchicha, espinacas y un toque de guindilla.
La pizza en Piccola Napoli no es un simple apartado en la carta: es el pasaporte de entrada al alma del proyecto, su carta de presentación y, para muchos, su motivo de peregrinación. Disponible en dos tamaños —individual (25 cm) y mediana para compartir (30 cm)—, su base parte de una masa que merece todos los elogios: los alveolos están perfectamente desarrollados, hay aire, elasticidad y una textura húmeda que se mantiene durante toda la comida. No se vuelve chiclosa ni gomosa y en boca tiene ese equilibrio entre ligereza y profundidad que solo se consigue con fermentaciones largas y cocción en horno de verdad.
La variedad es asombrosa: más de cuarenta combinaciones diferentes que se agrupan en categorías como classiche, tentazioni, de mar, de carne, de verduras, fantasía o base blanca. Desde las tradicionales Margherita, Capricciosa o Napoletana, hasta recetas con personalidad propia como la Bufalina o la Mortadella con crema de pistacho, pasando por opciones tan sabrosas como la Carbonara o la Tartufata, el repertorio de sabores es amplio pero coherente, sin ocurrencias forzadas. Nosotros probamos la Bella Roma, y no tardó en justificar su nombre. Una pizza elegante, otoñal y muy sabrosa: con base de crema de calabaza y trufa, provola ahumada, pancetta, mozzarella y ricotta tartufata. El resultado es una combinación potente pero bien balanceada, donde la cremosidad del queso y la dulzura de la calabaza se contraponen al toque ahumado y salado de la pancetta. Una pizza con carácter, con empaque, de las que te hacen mirar con respeto el resto de la carta.
La carta también ofrece otras alternativas igualmente interesantes para quienes buscan variedad. Destacan la lasaña de ternera y la parmigiana de berenjena un pastel que combina berenjena, tomate, mozzarella, parmesano y albahaca en una propuesta vegetal y sabrosa. Para los amantes de las ensaladas, la oferta es igualmente extensa y cuidada. Entre las más destacadas figuran la Caprese, con tomate, mozzarella y albahaca fresca; la César, con pollo, picatostes, salsa césar y parmesano; la Griega, con queso feta, cebolla y aceitunas negras o la Piccola Napoli, con queso de cabra, nueces, tomate y pimiento. Estas alternativas complementan una propuesta que busca satisfacer todos los gustos sin perder la esencia de la cocina italiana auténtica.
No conviene dejar pasar la ocasión sin reservar un hueco para los postres con propuestas clásicas y muy bien ejecutadas. El tiramisú se presenta sorprendentemente esponjoso, ligero y equilibrado en sus sabores, una delicia que merece una mención especial. Para los amantes del pistacho, el Cheesecake al pistacchio es una experiencia singular: generoso en cantidad y con un sabor intenso a queso, sin duda uno de los mejores que he probado. Otras opciones que completan la carta dulce incluyen la Torta della mamma, la delicada Panna cotta, un flan de nata y vainilla que se puede acompañar con sirope de chocolate, fresa o caramelo; los Cannoli Siciliani y la tradicional Pastiera Napoletana, una tarta de trigo cocido con ricotta y un toque de escarcha de naranja que aporta frescura y aroma. En definitiva, Piccola Napoli transporta a sus comensales al corazón de Italia con cada bocado, manteniendo la calidez y autenticidad de una cocina familiar, y se convierte en una parada imprescindible para quienes buscan la esencia verdadera de la gastronomía napolitana en Madrid.
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