Martes 21 de Octubre de 2025
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Hay días en los que el alma se te derrama como un vino mal cerrado. En los que el cuerpo se convierte en un campo de batalla y la mente busca refugio entre botellas que ya no hablan solo de placer, sino de resistencia. Hay momentos en los que la vida te obliga a detenerte. No por decisión, sino por impacto. Cuando el diagnóstico llega —esa palabra que nadie quiere escuchar— el mundo se encoge, y lo cotidiano se vuelve ajeno.
Entonces entiendes que el vino no siempre se bebe para celebrar, sino también para recordar quién eres cuando todo parece borrarse. El vino, entonces, deja de ser solo trabajo, placer o pasión. Se convierte en refugio, en espejo y en resistencia.
Sufrir un cáncer de mama no solo te cambia el cuerpo; también te desnuda el alma, mientras te dedicas profesionalmente al vino es una experiencia que te pone a prueba desde todos los ángulos: el físico, el emocional y, sí, también el profesional.
Te enfrenta a ti misma, a tu vulnerabilidad, a ese espejo que ya no muestra la misma silueta, pero sigue reflejando la misma pasión. Porque el vino —ese viejo compañero de viaje— sigue ahí. Te espera, paciente, sin juzgar tus silencios, tus ausencias o tu cansancio.
Porque hay quienes, desde la distancia, confunden fragilidad con falta de capacidad, silencio con desinterés o pausa con abandono.
Y no entienden que, en realidad, detrás de esa aparente quietud hay una batalla silenciosa por seguir siendo tú.
Y mientras cuestionan tu profesionalidad, tú te aferras a lo único que nunca ha sido una fachada: tu sensibilidad. Esa que te hace captar los matices de un vino sin catarlo, sentir el origen de una añada solo con oler la tierra, reconocer el esfuerzo humano detrás de cada botella. Porque el conocimiento se estudia, pero la sensibilidad se vive. Y tú la llevas en las cicatrices.
Hay quienes confunden la debilidad con la pausa. Pero una copa de vino enseña justo lo contrario: que para que algo respire, hay que dejarlo reposar. Que incluso un vino herido por la oxidación puede renacer con el aire justo, con el cuidado necesario. Igual que una persona que está luchando contra el dolor y el miedo.
El vino, en cambio, sí lo entiende.
El vino sabe de paciencia, de madurez, de heridas que cicatrizan con el tiempo. Enseña que no hay prisa buena, que los procesos lentos también tienen su belleza.
Cuando el cuerpo duele, el vino te recuerda que incluso una cepa golpeada por la helada puede volver a dar fruto. Que el valor no está en la perfección, sino en la persistencia.
A veces, cuando el ánimo está por los suelos, una copa se convierte en símbolo de vida.
No de evasión, sino de conexión.
Porque el vino, más que una bebida, es un lenguaje. Uno que habla de personas, de historias, de resiliencia.
Y en medio del dolor, esa conexión con lo esencial, con la tierra, con el tiempo, con la verdad, se vuelve más nítida.
Tu trabajo sigue siendo tu voz. Hablas de vino, pero hablas de la vida. Hablas de la paciencia, de los tiempos lentos, de la belleza de lo imperfecto. Hablas de la cosecha que llega tras la tormenta.
Y aunque a veces no tengas fuerzas para explicar lo evidente, el vino lo hace por ti. Porque tu pasión no se apaga con una enfermedad, ni se mide por la presencia constante, sino por la huella que dejas cada vez que hablas, escribes o compartes una historia desde la verdad.
Sí, hay días grises. Días en los que el vino pierde brillo, en los que el paladar se apaga y las palabras pesan. Pero incluso entonces, sigue habiendo algo sagrado en abrir una botella. Porque abrir una botella es abrir una esperanza. Es decirte a ti misma que sigues aquí.
Y que, aunque duden, aunque murmuren, aunque te sientas por los suelos... tú sigues siendo tú: profesional, mujer, luchadora, y parte esencial de ese mundo donde el vino se mezcla con las emociones humanas más profundas.
Porque el vino, al final, no necesita demostrar nada.
Solo ser.
Como tú.
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