Viernes 03 de Octubre de 2025
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Este año he tenido la suerte —y también la necesidad interior— de volver a vivir la vendimia desde dentro. Pero no desde la copa, ni desde la bodega, ni siquiera desde la sala de catas. Esta vez ha sido desde la raíz. Desde el silencio del campo, cuando todavía no ha salido el sol y ya hay gente sudando trabajo en mitad de la oscuridad.
He acompañado a una cuadrilla de vendimiadores en Las Yeguas, la finca de Bodegas Salado donde cultivamos las cuatro hectáreas de uva Garrido Fino, esa variedad que tanto tiene que contar. Podría llenar párrafos hablando de sus singularidades, de sus equilibrios, de su potencial enológico y de su papel en los vinos blancos andaluces. Pero esta vez no vengo a hablar de la uva. Vengo a hablar de la verdad.
Y quizá lo más bonito de esta historia es que me pilló por sorpresa. Uno va al campo con la idea de grabar vídeos, de hacer unas cuantas fotos para el archivo, de obtener contenido que luego se traduzca en comunicación para la bodega. Pero lo que me traje fue mucho más que eso.
Eran las dos de la madrugada del 18 de agosto. Llevaba apenas unas horas en casa tras un viaje familiar, con el cuerpo medio descompuesto por el cansancio, cuando sonó el despertador. Cuatro horas de sueño, una ducha rápida, café en mano, termo cargado, y coche en marcha rumbo al viñedo. Había que llegar antes del amanecer, antes de que el sol apriete, porque en esta tierra la vendimia no entiende de horarios cómodos.
Y allí estaba yo, en medio del silencio de la finca, rodeado por seis hombres que no tienen Instagram, que no hacen vídeos de sus jornadas ni piden aplausos, pero que llevan el campo tatuado en las manos y en la mirada. Todos nacidos aquí, en estas tierras sevillanas. Todos curtidos en mil madrugadas de vendimia. Todos con la nobleza de quien ha trabajado el campo toda la vida sin pedirle nunca nada a cambio.
Me hice pequeño. Porque a veces uno necesita recordar que no todo gira en torno a la botella. Que antes de la etiqueta, del diseño, del nombre, del sumiller y del premio... hubo alguien que se levantó de madrugada para cortar un racimo. Y ese alguien merece ser contado.
A veces uno se cree que el vino se hace con levaduras, con depósitos, con temperatura controlada y crianza. Pero esa madrugada descubrí que también se hace con conversaciones. Con silencios. Con manos que casi nunca salen en las fotos.
Aquellos seis hombres —mis compañeros de jornada— no los verás jamás en una feria de vino, ni en una cata dirigida, ni en las páginas de una revista especializada. No salen en las etiquetas, ni en las notas de prensa, ni en los vídeos corporativos. Pero están. Y lo hacen posible. Son parte del vino, aunque nadie les aplauda cuando se sirve en copa.
Mientras yo iba tomando fotos y vídeos, ellos hablaban. Y en sus conversaciones había vida. Una vida intensa, real, de esas que no caben en un carrusel de Instagram. Hablaban de política, con una lucidez que ni un tertuliano de televisión. De la mala gestión del país, de lo que cuesta llegar a fin de mes, de cómo está el campo. Hablaban de mujeres, de amores de juventud, de desengaños, de sus hijos, de sus nietos.
Hablaban de la peona que tocaba mañana, de qué había para almorzar. Hablaban del futuro, de su jubilación, de si llegarán con salud. Hablaban de los temporeros, de los inmigrantes, de los derechos laborales. Hablaban de lo que les preocupa y también de lo que les hace reír. Y entre esas palabras, de vez en cuando, se colaba una copla, un fandango, una bulería. Andalucía en estado puro, como si brotara del mismo sarmiento.
Y todo eso mientras la espalda se les doblaba una y otra vez, mientras el sudor bajaba por la frente, mientras se ayudaban entre ellos a cargar el capacho, a levantar la cesta, a seguir. Como un equipo, como una hermandad.
No puedo olvidarme tampoco de la figura del tractorista. Ese hombre callado, con mirada de vigía, que conduce entre los surcos como si llevara una misión sagrada. Ilumina con sus focos, espera, avanza, carga y luego marcha hacia la bodega con la uva que se convertirá en historia embotellada. En la oscuridad, su tractor parece un faro. Y en el campo, él es el guardián silencioso.
Y allí, en mitad de esa vendimia, también estaba un niño. El hijo de un vecino. Había pedido a los Reyes unas tijeras de podar. Y ahí estaba, con los ojos como platos, preguntando, tocando, aprendiendo, dejándose empapar por esa magia que no se enseña en los libros. Iba de un vendimiador a otro, escuchando sus historias, observando sus manos. Y todos le respondían con paciencia, con cariño, como si vieran en él al relevo natural. Porque hay quien dice que lleva en la sangre el mundo del vino. Ese niño lleva en la sangre el campo. La vendimia. La cultura de verdad.
Y yo solo pensaba: ojalá crezca y no olvide este día. Porque seguro que será no solo un gran vendimiador, puede llegar a ser agrónomo, puede hacer mejor el campo andaluz. Y quizás, algún día, también sea parte de la historia de un vino que emociona.
Volví a repetir al día siguiente. La madrugada del 19 al 20. Algo me empujaba a hacerlo. Quizás era la necesidad de seguir aprendiendo, de mirar más, de entender mejor. Llegué incluso más temprano, sobre las cinco y media de la mañana, antes de que el cielo empezara a desperezarse. Esta vez no iba a hacer fotos ni vídeos por encargo. Iba por necesidad emocional. Por respeto.
Me sentí acogido entre ellos como uno más, aunque yo no cortara ni un racimo. Era solo un espectador, uno que observa, que escucha y que aprende en silencio. Iba con una cámara, sí, pero cada vez que miraba por ella, cada vez que enfocaba una mano, un gesto, una silueta contra el amanecer, me daba cuenta del esfuerzo invisible que hay detrás de una vendimia.
Para algunos, la vendimia puede ser un hobby, una moda, una excusa para subir una foto bonita con un sombrero de paja. Para otros, una pasión profunda, casi religiosa, como para muchos viticultores y productores. Pero para la mayoría de quienes cortan los racimos del viñedo, día tras día, vendimia tras vendimia, es una forma de vida. Y también una forma de sobrevivir.
La mayoría son personas humildes, sencillas, trabajadoras, del campo, de esas que no se quejan, pero que tienen todo el derecho del mundo a hacerlo. Personas que trabajan con honradez, con las manos curtidas y el alma entregada, para sacar adelante a sus hijos, para llenar la nevera, para seguir adelante.
No voy a entrar en si está bien o mal pagado su trabajo. Lo que sí puedo afirmar, con la claridad del que lo ha visto de cerca, es que no está valorado. Y eso, duele.
Somos muchos los que nos subimos a un escenario, con una copa en la mano, a describir un vino con poesía, como si estuviéramos leyendo un libro que nosotros hubiéramos escrito. Pero en realidad, ni lo hemos escrito, ni lo hemos creado. Solo lo contamos.
Los que lo escriben con sudor y silencio son ellos. Las cuadrillas. El capataz. El tractorista. El que enciende el foco. El que canta una bulería mientras llena el capacho. El que va con los riñones doblados pero con la dignidad intacta. Los que no salen en la foto.
Por ello, desde mi atalaya, en Bodegas Salado, quiero darle visibilidad a estos seis hombres que durante varias noches tuve el honor de acompañar.
Brindo por todos ellos. Por los viticultores que aman la tierra. Por los vendimiadores que recogen el fruto con la misma delicadeza que si fuera oro. Por quienes permiten que luego tú y yo podamos sentarnos en la barra de un bar o en la mesa de un restaurante, y disfrutar de un vino que te lleva —sin saberlo— hasta una finca en silencio, a una madrugada en la que solo se escuchan los grillos... y las tijeras.
Brindo por todos ellos. Porque sin ellos, el vino no existiría.
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