José Peñín
Viernes 28 de Febrero de 2025
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La etiqueta es el mejor vendedor y relaciones públicas del vino. Es el primer contacto visual con el posible comprador y su estética puede decidir o no la compra. No es un adorno, sino la identificación de la marca en su lucha para destacar sobre las demás en el lineal de un supermercado o en el escaparate de la tienda más elegante. No estoy muy seguro de si lo importante es la belleza del diseño o que la etiqueta llame la atención para elegir el vino. Pero lo cierto es que la rapidez con que miramos los estantes no nos permite leer la marca tanto como el impacto colorista de la etiqueta. En la medida en que la etiqueta sea la misma durante años, la identificación será más fácil, aunque el diseño sea vulgar. Nadie discute la marca Coca Cola manteniendo la decimonónica letra "redondilla" porque su identificación es absoluta en todo el mundo. Lo que hace 30 años la etiqueta de Viña Tondonia nos parecía viejuna hoy hace furor en los consumidores de la generación zeta.
En el ámbito de los vinos de culto es poco corriente los cambios en el diseño. En los Grand Cru bordeleses con el clásico chateaux y viñedo, más que reconocer la marca, identifica un origen o territorio. Si nos vamos a Romanee Conti o Vega Sicilia, apenas unos retoques no alteran el reconocimiento e importancia de la marca. En el Nuevo Mundo, las etiquetas de Penfolds y Robert Mondavi llevan bastantes décadas en activo.
En mis 50 años de convivencia con el vino y sus marcas he visto de todo. He tenido la suerte de que, durante estos años, el vino español ha experimentado los cambios más revolucionarios, no ya en el ámbito de la calidad, sino también en el diseño.
En los años setenta del pasado siglo proliferaban las etiquetas un tanto barrocas con alusiones góticas y fondo de pergamino coronado por un escudo de armas blasonado, muchas veces inventado o de oscuro origen. Los colores sepia y amarronados campaban por sus respetos. Algunas décadas anteriores se pusieron de moda las etiquetas con banda cruzada, siguiendo el modelo del "banda azul" del tinto Paternina, marca que estaba en lo más alto de la fama riojana. En los 70 aparecieron imitaciones del etiquetaje francés, con la típica ilustración gráfica del caserón de la finca rodeado de viñedo –que no existía- a modo de château bordelés. Un modelo que se impuso porque no constaba otra referencia histórica que los vinos bordeleses, por ser, con el oporto, los primeros en envasarse en vidrio.
La adherencia de las etiquetas era deplorable, con los bordes separados o abombados. Era el resultado de unas máquinas etiquetadoras que, en muchos casos se sobreexplotaban, utilizándose colas adherentes no apropiadas. Sin embargo, en los años finales del siglo XIX y durante el primer tercio del XX, cuando los vinos se embotellaban en los puntos de destino en las delegaciones de las bodegas en Madrid, Bilbao o Barcelona, la apariencia de las botellas era mucho mejor pues se envasaba y etiquetaba a mano. Era un alarde de artesanía rematado con un encapsulado con lacre.
Fueron los catalanes los primeros en adoptar el modelo europeo, aunque sin un estilo determinado. Los cavas y los tintos de crianza, cuyo contenido en su mayor parte de origen riojano dominaban en los 80 el mercado catalán, dieron paso a un gran número de nuevas marcas de blancos con mejor empaque.
En estos años, gran parte de la producción y diseño del etiquetaje nacional nacía de las imprentas riojanas, especializadas en este capítulo, adoptando un mismo patrón para todos sus clientes. Era la zona con mayor número de marcas embotelladas. El único alarde artístico consistía en retocar manualmente o infográficamente alguna foto de las fachadas de las propias bodegas. Las marcas más potentes se ponían en manos de diseñadores británicos y neoyorquinos, los cuales mostraban ciertas actitudes conservadoras, pero mejorando el balance en el posicionamiento de los textos, con hincapié en los tipos de letras y tamaño de la caja de los distintos estratos de la etiqueta. Este trabajo -con honorarios elevados- aparentemente simple, pero de gran peso comercial en su estética, no fue realmente considerado por muchas bodegas, que decidieron contratar a francotiradores españoles, muchos de los cuales, con innegables condiciones artísticas, pero sin experiencia en la actividad de diseño de etiquetas.
En los primeros años noventa, los primeros diseñadores españoles especializados en los "copy" publicitarios, comenzaron a trabajar en esta especialidad con cierta dignidad, imponiendo con valentía sus reglas e impidiendo cualquier manipulación del cliente. Algunas de esas etiquetas fueron modelo de otras, no tanto por su impacto estético, sino por su huella mediática debido a la calidad del vino y su puntuación en reseñas y críticas. Esa demanda de cambio en las bodegas, alentadas en parte por las agencias publicitarias que comenzaron a entrar en un sector algo perezoso en aquellos años en la inversión publicitaria, generó la proliferación de los citados francotiradores. La inexperiencia de éstos culminó al romper con el elemento esencial de las etiquetas del vino, como es el conservar ciertas reglas clásicas o neoclásicas que no se dan en otros productos. Algo que sí respetaron, no solo los británicos sino incluso los diseñadores americanos, pues gran número de etiquetas de vinos californianos responden a un sentido neoclásico de diseño, conservando el equilibrio de textos, formas y dimensiones.
La gran "contaminación" del etiquetaje del vino español llegó de la mano de la desmesura: etiquetas verticales y estrechas, buscando una plástica y una razón artística que solo conoce el diseñador. Una práctica frecuente sin tener en cuenta que esa pegatina servirá para vestir un producto que se venderá, en primera instancia, por el impacto estético de la botella. Nombres en vertical y, en algunos casos, troceados a lo largo de la etiqueta y la obsesión de la marca escrita a mano, en la mayoría de los casos ilegibles. El colmo llegó a finales de la década de los Noventa con la adopción de términos latinos, algunos entorpecidos por la adopción de la "V" en vez de la "U". Y la tozuda obsesión de buscar nombres de parajes geográficos sin tener en cuenta la belleza del nombre, unas veces por razones sentimentales, otras por entenderse que todo nombre tiene un porqué, cuando, en realidad, pocas veces la documentación de la bodega informa de las vicisitudes y fuentes de la marca.
De aquellos escudos blasonados hemos pasado a trazos de color, alusiones de tonos pastel con litografías pictóricas, pero con escaso hincapié en el texto. Por otro lado, las etiquetas del Nuevo Mundo son proclives a incluir elementos de la naturaleza, tanto florales como vegetales y toda una pléyade de la fauna silvestre: perdices, canguros, águilas, etc.. Lo más cool entre los diseñadores americanos es incluir modelos de coches antiguos, en especial de los años cincuenta, y elementos del "pop art" y "art decó". Para un consumidor americano, todavía sin la tradicional cultura europea del vino, los diseñadores de etiquetas se las ingenian para incluir la figura del animal gastronómico (el pato, el pollo, el cerdo, etc.) que armonice en el plato con el vino en cuestión.
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