El sabor del terruño: ¿Cómo influye el suelo en el vino?

Los sabores de los vinos no dependen sólo de la originalidad de la cepa. Las raíces extraen de las rocas los minerales y demás sustancias necesarias para su crecimiento, a cinco, diez o quince metros de profundidad

Redacción

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Junto al alimento, las raíces incorporan a la vid sales minerales y compuestos aromáticos. Si el mantillo es muy rico en materia orgánica los racimos engordan, pero sin atesorar las fragancias que ofrece el terruño. En éste radica la esencia de las denominaciones de origen. Una misma cepa da vinos muy diferentes según se cultive en Cataluña, La Rioja, Chile o Canadá. La mayor parte de las características organolépticas de los buenos vinos procede de los llamados aromas primarios. Éstos son los sabores en nariz y en boca que se perciben en la juventud del vino, virtudes que les concede la cepa cultivada en un terreno determinado.

A diferencia de la mayor parte de los productos que fabrica el hombre y que se encuentran en el mercado mundial, el vino es uno de los pocos que no puede fabricarse en cualquier parte. Un Albariño, un Riesling o un Oporto sólo se pueden producir con calidad en las regiones vitícolas que corresponden a esas denominaciones de origen.

Un ecosistema en equilibrio

El vino es producto de una armonía entre la tierra que se expresa en los racimos de la vid y el trabajo humano. Este último no puede sustituir ni reemplazar a aquélla. El terruño se convierte en granos de uva. Y en este sentido, los buenos vinos se asemejan a las obras de arte, porque además de ser sabrosos resultan exclusivos, únicos, no se parecen a ningún otro.

A mayor antigüedad mayor unidad entre las cepas, el ecosistema en que viven -terreno, clima, atmósfera, calidad y cantidad de agua...- y los vinos de un viñedo. Es por este motivo que los mejores vinos proceden de las viñas más antiguas.

Para comprobar el aserto pueden compararse los muchos vinos de las variedades Moscatel, Airen, Tempranillo, Palomino... que se elaboran en la península Ibérica. De ahí la necesidad de las denominaciones de origen, es decir, nombrar a los vinos de acuerdo con su procedencia. Ni los métodos de vinificación ni las cepas resultan determinantes. En cambio, la insolación, el régimen de lluvias, la atmósfera o la composición del terreno sí lo son. Un vino de cepa tinta producido en Francia o en Alemania en general tendrá menor tasa de azúcar -inferior contenido alcohólico, en consecuencia- que otro franco de la misma variedad de uva producido en España, Portugal, Italia o Grecia.

Los terrenos

Uno de los rasgos milagrosos de la vid es ser un arbusto poco exigente que se adapta y desarrolla bien en toda clase de suelos, salvo los de humedad excesiva, o con demasiados componentes calcáreos y malos drenajes.

Arraigar en pedrusco y grano grueso sienta mejor a la cepa que un mantillo fino y blando, fértil. La alta proporción de materia orgánica en el terreno aumenta demasiado la producción de uva, pero da mostos de mala calidad -con menor fragancia-, bajo contenido en taninos y alta acidez.

En los terrenos profundos las raíces excavan más de quince metros en busca de la humedad contenida en las capas bajas, y succionan agua y minerales por debajo del mantillo fértil.

La escasez de agua reduce la producción de uva; pero la calidad de ésta resulta óptima para la vinificación. Las grandes cosechas de los vinos de crianza proceden de vidueños sedientos, que producen racimos escasos, pero de alta calidad. Cuanto más baja sea la producción de uva de una cepa, tanto mejor será el vino que se consiga.

Los mantillos arenosos resultan adecuados para vinos blancos y tintos jóvenes, dan baja tasa de azúcar y mucho tanino. Los suelos calizos resultan los mejores para producir espumosos y vinos vivaces en general. En cambio, la arcilla confiere a los mostos buen color, alta graduación alcohólica, buena estructura tánica, mayor cuerpo.

El vino siempre se da mejor en la pobreza de los pedregales que en los campos fértiles. La vid se lleva bien incluso con suelos de lava volcánica. De ahí el Lacrima Christi, vino napolitano que procede de los calcinados terrenos al pie del Vesubio.

Los viticultores canarios, los de Lanzarote en particular, protegen las cepas con brocales de piedra, como muros defensivos contra la invasión de la ceniza volcánica, que retiene la humedad y ahoga las raíces de la planta. Los malvasías dulces y otros buenos vinos de la isla prueban que esos esfuerzos se justifican por completo.

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