Fructuoso López Vaquero
Martes 07 de Diciembre de 2021
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Es ella quien suele hacer las entrevistas, pero esta vez accedió a ponerse en el otro lado, tomando este reto como saborea cada copa de vino: dejando que le “revuelva” el alma. Y en el diálogo escarba en el sustrato, se asoma al abismo que implica tratar de poner nombre a ese “calambre inexplicable”, al desafío que es catar y compartir el aroma de semejante desorden. Hablamos con Laura López Altares, periodista de la revista Mi Vino, especializada en el mundo del vino y la gastronomía. Una “hedonista ilustrada”, como alguien definió un día a Feliciano Fidalgo.
Me viene a la cabeza una frase de esa maravillosa guía hedonista que es Comimos y bebimos, de Ignacio Peyró: “Entre el vino y las pasiones existe una complicidad intensa”. Y mire, el vino es tan elocuente que en un contexto epicúreo como el de aquella comida disparatada incluso puede dotar de cierta chispa a unos grises empresarios de Wall Street. La cuestión es que el placer es muy democrático, y aquel vino de 18 dólares y el de 2.000, despojados de sus vestidos, se revelaron como lo que son: cómplices del disfrute. Al creer que algo es valioso -aunque lo valioso de verdad tenga muy poco que ver con el dinero-, nuestra mente secretamente vanidosa está más abierta a disfrutarlo. Y eso es lo que sucede la mayoría de las veces que alguien pide una botella con un precio indecentemente caro: no lo hacen porque deseen beber arte, paisaje o historia; lo que les acelera el pulso (si es que tienen) es sentir que están bebiendo estatus. Pero es que el poder es una ilusión, ya lo decía Lord Varys en Juego de Tronos: “El poder reside donde los hombres creen que reside. Es un truco, una sombra en la pared”... o un escanciador tramposo.
Para empezar me declaro inocente de ese robo, que mi nombre ha aparecido en alguna lista de sospechosos habituales (risas). Hemingway escribió que "entre todos los placeres puramente sensoriales que pueden pagarse con dinero, el que proporciona el vino, el placer de saborearlo y el placer de apreciarlo, ocupa quizá el grado más alto", y yo estoy absolutamente de acuerdo. Pero 350.000 euros es una cifra obscena que muy pocos pueden permitirse; y, como ya he dicho, la mayoría de esos privilegiados advenedizos ni siquiera son conscientes del verdadero valor que encierran esas botellas. En realidad, su valor es incalculable porque están por encima del mundo terrenal, su reino es otro: la Historia, el Arte, una viña que jamás volverá a existir... eso no se puede medir porque es irrepetible.
¡Qué deberíamos decirlo mucho más; gritarlo! "Hay que escuchar la vida del vino, una verdad que va más allá de lo que dice la cabeza", reivindicaba Víctor Martín Calvo (Head Sommelier del Bar Brutal) en Madrid Fu- sión The Wine Edition. Y yo comparto esa idea de que la energía de un vino está por encima de la técnica. Es que con el vino ocurre como con las personas: de repente llega el calambre, una electricidad inexplicable que tu lado racional es incapaz de entender. Pero no se puede (ni se debe) huir de lo que te sacude de ese modo tan salvaje. Porque esa sacudida llega pocas veces en la vida. Y joder, no se puede comparar a ninguna otra sensación.
Siempre cuento que iba para corresponsal de guerra; pero cuando el vino y la gastronomía se cruzaron en mi camino siendo becaria con programa propio en la Cadena Ser -Ser Natural-, decidí cambiar el zumbido de las balas por el hedonismo financiado. Aunque la semilla ya la habían sembrado mis padres -ella, con su olfato asombroso y su talento sobrenatural para la cocina; él, patrón de los placeres terrenales- y mi abuelo -rey canalla de las tabernas-, que me descubrieron muy pronto (y nunca podré agradecérselo lo suficiente) mi lugar favorito del mundo: las comidas y cenas familiares. Y en ellas, el vino siempre ha sido uno de los nuestros. De todas formas, quizás mi destino siempre estuvo escrito: nací en La Rioja -con sangre mestiza (andaluza y madrileña)-, y creo que eso te tatúa por dentro con La Sed baudelaireana - "Hay que estar siempre borracho. Esa es la clave, es la única cuestión. Para no sentir la horrible carga del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que emborracharos sin tregua. ¿De qué? De vino, de poesía, de virtud, a vuestro antojo. Pero embria- gaos"-.
En una entrevista que me fascinó, Sara Pérez me habló de lugares "límite o marginales de corazón, vientre o emoción que, cuando llegas, te transforman". Si elaborara vino (y el experimento podría ser un peligro) buscaría capturar el desorden, la energía telúrica, la locura y el vértigo de alguno de estos lugares. El vino tiene que contar la historia de sus raíces. Yo lo haría a través de variedades autóctonas de viñas viejas y olvidadas, esas que guardan en sus surcos retorcidos la memoria de cientos de vidas.
"Droga legal", así lo definieron, recuerdo bien la flecha. Eso demuestra una ignorancia bestial, sí, y peligrosa. Despojar al vino de su historia como alimento y de su enorme valor cultural y reducirlo a uno de sus componentes -el alcohol- me parece una irresponsabilidad salvaje. Pero es que no olvidemos esta corriente robótica y fundamentalista (que cada vez gana más adeptos) de "lo sano" -incluso algunos de estos necios ayunan por su propia voluntad-, ¡vivimos rodeados de "cazadores de brujas"! A veces me da la impresión de que gozar sin fronteras en un mundo que lo mide todo -hasta la última caloría- es un acto casi revolucionario.
Para mí es el drama definitivo: "Los vinos que no bebimos". Mire, es que escuece en la piel como si la herida fuera mía, como si ese pelotón de botellas y vidas olvidadas desfilase ante mis ojos por las noches como hacen los espíritus con asuntos pendientes. El maldito problema es que bajo esta máscara nihilista se esconde una optimista enfermiza que todavía cree que algún día ocuparemos el lugar que realmente nos corresponde en el mapa vitivinícola mundial... no puedo evitarlo, es puro instinto.
La más urgente es quererse (y contarse) mejor. No hay ningún otro país del mundo que albergue regiones vitivinícolas tan dispares y fascinantes -desde las Islas Canarias, con sus remolinos de brumas, fuego y misterio; hasta ese Sanlúcar extremo, provocador y salino-, y a estas alturas creo que nadie discutiría (por mucho que nos tienten las garnachas del Sur del Ródano) que la relación calidad-precio de nuestros vinos está a años luz de nuestros competidores directos. Tal vez habría que asomarse en el espejo de nuestros vecinos italianos y aprender a venderse -a seducir, al fin y al cabo- como lo hacen ellos. Al final, todo se convierte en una danza endiablada y conquistadora donde gana quien parece más irresistible.
¿Eso dije? Con mi historial de intensidades no lo veo descabellado (risas); pero "revolver" me parece un verbo más certero. El vino tiene algo de pecado original, y en compañía (sobre todo si alcanza el mismo nivel de hedonismo) siempre es más placentero, y el recuerdo más poderoso. Lo malo es que hay muchos –muchísimos- vinos a catar en acto de servicio, y hay que aprender a gozarlos como si fueran compartidos.
Yo huyo del postureo; siempre voy en busca de la raíz. Adentrarse a fondo en el mundo del vino te lleva a caminos que antes no veías porque solo se revelan ante quienes aprenden a mirar: a esas viñas encendidas del otoño riojano, a las pizarras imposibles donde habitan en Priorat, a la belleza laberíntica de las cepas centenarias, a la metralla tatuada en una barrica, a un vino que te vuela todas las defensas, a una armonía insolente. Cómo no vas a amar eso. Muy cuerdo deberías de estar para no hacerlo.
Al igual que la mar, el mundo del vino es un territorio misterioso e inexpugnable. Siempre se guarda en la recámara un nuevo desafío, un último baile. Es una de las cosas que más me fascinan, que su capacidad de sorprender es inagotable. La piscina es menos amenazante, más despreocupada quizás (e infinitamente más aburrida). Y hay gente que prefiere conformarse con eso, aunque parezca mentira. Yo no he amado una sola cosa fácil en toda mi vida, y además tengo alma de pirata, así que se puede imaginar donde me zambulliría sin pensarlo.
Me gusta pensar que hacemos de faro en esa mar insondable de la que hablábamos antes. Aunque en los suplementos y los medios generalistas, el vino está relegado a un papel irrisorio (y deberían hacérselo mirar).
En absoluto. Y si la recibiera, mi primer impulso sería rebelarme (soy una descarriada incorregible).
¡Que algún amigo mío se pusiera a hacer vino sería la mejor noticia de la historia, por favor! Aunque todos saben que yo no practico la piedad. Es muy difícil –casi imposible– que no me guste un vino que cuente su historia con cierta irreverencia; pero si eso pasara, se lo diría a quemarropa.
La generosidad del mundo del vino es emocionante y adictiva, y yo aprendo a cada minuto de elaboradores, sumilleres, viticultores, compañeros, amigos... sobre todo de Antonio Candelas y Bartolomé Sánchez, mis maestros. Eso sí, los autodenominados influencers del vino me dan una pereza importante
La pregunta es: ¿dónde no he comprado vino? Una vez hasta me salté una especie de cuarentena por amenaza de huracán para colarme a comprar vino en un súper de la provincia de Puntarenas -Costa Rica-, imagínese (risas). La verdad es que yo compro prácticamente todo online, pero la comida y el vino -lo importante- prefiero verlo, olerlo y tocarlo
«Ja, ja, ja», provocar es mi oficio, ya sabe. Creo que el principal problema que es la desconexión que tienen los más jóvenes con el mundo del vino, y una desconexión tan profunda siempre apunta directamente al lenguaje: no hablamos el mismo idioma. Y todos somos responsables (sus padres, sus profesores, los políticos, los me- dios...). Estoy convencida de que si alejáramos al vino de tanto postureo y de ese lenguaje frío e indescifrable para ellos, se rendirían al placer que hay en una copa de vino, que es bestial. Yo a esa edad solo rezaba al Dios del hedonismo -bueno, a esta también-, y no imagino una forma más rápida de encontrarlo.
Jamás me ha interesado la perfección (me aburre); sin embargo, las utopías me atraen sin remedio. Por eso me gustan los vinos que son juego, que son grito: que me provoquen el escalofrío, que me desafíen. Eso les pido. Y que, como decía Lorca, me lleguen a los centros para que ya nadie los arranque.
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