Miércoles 17 de Septiembre de 2025
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En muchas culturas, la lluvia se asocia con la abundancia y los buenos augurios. Los ancentros la veían como una bendición que fecunda la tierra y despierta la vida. Esa mañana en Pirque, mientras las gotas caían sobre los jardines centenarios de Concha y Toro, comprendí que no podía haber mejor presagio para iniciar mi recorrido en la bodega más grande de Latinoamérica. El murmullo del agua acompañaba cada paso, como si la naturaleza quisiera sumarse al brindis que me esperaba.
La historia de este lugar comienza en 1883, cuando Melchor Concha y Toro —abogado, político y visionario— decidió traer cepas francesas al valle del Maipo. Lo que en un principio fue un proyecto personal se transformó en una empresa pionera que hoy proyecta el nombre de Chile en más de 130 países. Concha y Toro no solo es sinónimo de vino, es también un emblema cultural, patrimonial y artístico de todo un continente.
La visita al nuevo Centro del Vino, inaugurado en 2025, es un viaje que combina tradición e innovación en más de 12.000 metros cuadrados diseñados para emocionar al visitante. Un espacio inmersivo donde se entrelazan la naturaleza, el arte, la gastronomía y la historia, consolidando a Chile como un referente mundial del enoturismo.
Caminar bajo la lluvia por los jardines del parque fue mi primer contacto con esa armonía entre pasado y presente. Obras de artistas chilenos emergen en el recorrido: muros tallados en piedra que evocan la cordillera de los Andes, esculturas en bronce que simulan parras eternas, ilustraciones digitales que capturan en trazos los perfiles aromáticos del vino. Como escribió Gabriela Mistral, “el arte es la contemplación, es el placer del espíritu que penetra la naturaleza y descubre que también ésta tiene alma”. Eso sentí mientras avanzaba: que la tierra, el vino y el arte estaban profundamente conectados.
El recorrido se divide en seis zonas, cada una con un carácter propio. En la Plaza Concha y Toro me encontré con la imponente Bodega 1883, una reconstrucción fiel de las bodegas del siglo XIX que rinde homenaje a los orígenes de la viña. Luego, la experiencia sensorial del Casillero del Diablo me sumergió en aromas y colores, mientras la famosa leyenda de Don Melchor y su misterioso “guardián” daba vida a la historia. Allí, entre luces, sombras y relatos, entendí que el vino también es mito, memoria y magia.
La visita culminó en la histórica Casa Don Melchor, una residencia de 1883 que se erige como un testimonio vivo del legado familiar. Cada rincón parecía resguardar secretos de otra época, uniendo la nostalgia del pasado con la visión de futuro que hoy define a Concha y Toro.
Y fue recién entonces cuando llegó el gran final: la cata. En un espacio diseñado para elevar los sentidos dentro del restaurante, participé de una degustación guiada por un experimentado sommelier, donde la línea Terrunyo fue la protagonista. Cada copa estaba acompañada de bocados gourmet cuidadosamente pensados para maridar la experiencia, creando una danza de sabores que parecía orquestada al detalle.
De todos los vinos que probé, fue el Carmenère el que se robó mi corazón. Esta cepa, que alguna vez se creyó extinta en Burdeos tras la plaga de la filoxera, encontró en Chile un refugio perfecto. Redescubierta en los años noventa, el Carmenère se convirtió en la uva emblemática del país. Sus notas de frutos rojos, especias suaves y taninos aterciopelados ofrecen una elegancia difícil de olvidar. En esa copa sentí no solo la expresión de un terroir, sino también la identidad de un país que supo transformar la adversidad en oportunidad.
Al dejar Concha y Toro, la lluvia seguía cayendo. Pensé entonces en una frase de Pablo Neruda: “El vino mueve la primavera, crece como una planta la alegría”. Y sonreí, porque esa jornada, entre arte, historia y vino, la lluvia había sido mi mejor compañera: un buen augurio cumplido, un recordatorio de que hay lugares donde tradición e innovación se funden para crear experiencias que permanecen mucho después del último sorbo.
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