¿Los vinos en los bares y restaurantes son caros o no?

El precio del vino en restauración reaviva el debate sobre márgenes comerciales

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Lunes 07 de Julio de 2025

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Vamos a abrir un melón. Y no precisamente uno fresquito de Los Palacios y Villafranca para sobrellevar el verano sevillano, sino un melón con más jugo que pepitas: el precio del vino en bares y restaurantes.

Este artículo nace de una escena vivida el 4 de julio, durante la segunda jornada formativa de los cursos de verano de la Universidad Pablo de Olavide en Carmona, organizada en colaboración con la Academia Sevillana de Gastronomía. Una jornada que tuvo como sede nada menos que las instalaciones de Bodegas Salado. Y sí, fue allí, en mi casa, donde comenzó el lío.

Después de una primera parte formativa cargada de contenidos y de reflexión, llegó el momento de ponerme el sombrero de anfitrión y guía, y acompañar al grupo en un recorrido por los diferentes cascos de bodega, explicando nuestra historia, nuestras elaboraciones y ese patrimonio líquido que hemos ido construyendo a lo largo de los años. Era el momento de la conexión emocional, del paseo entre botas y recuerdos.

Y justo ahí, en ese ambiente cercano y relajado, cuando parecía que todo fluía con naturalidad, cometí el error. Con la inocencia de un niño, y la confianza de estar en casa, volví a abrir un melón que ya había generado debate media horas antes. Uno que no tenía por qué haber tocado. Pero lo hice. Error mío. Lo reconozco y lo comparto. Porque de las meteduras de pata también se escribe.

Todo había comenzado durante la intervención del estimado sumiller Rafael Canto, del restaurante Abantal, con una estrella Michelin en Sevilla. En mitad de su ponencia, surgió la voz de mi querido Juan Madrid. Y digo querido con todas las letras, porque aunque sus intervenciones puedan incomodar a algunos, yo lo considero un agitador necesario. Un aficionado con formación, con pasión, y con esa manía maravillosa de hacer preguntas incómodas.

Juan lanzó la piedra: el precio del vino en restauración. Y no lo hizo con ánimo de ofender, sino desde la curiosidad de quien quiere entender por qué lo que cuesta 5 en el lineal, cuesta 15 en la mesa. Una duda que tienen muchos, y que pocos se atreven a plantear en voz alta.

La polémica estaba servida, y yo, en lugar de dejarla enfriar, la retomé horas después, como si el melón aún necesitara más cuchillo. Un gesto impulsivo, sí. Pero también humano. Porque este tema nos toca a todos: al que bebe, al que sirve, al que vende y al que comunica.

Y por eso nace este artículo. No para justificar, ni para atacar. Sino para reflexionar. Para pedir disculpas si alguien se sintió incómodo. Y para tender un puente entre las distintas orillas de este debate que nunca se termina de cerrar.

Porque quizá, solo quizá, al escuchar todos los puntos de vista, descubramos que nadie tiene toda la razón, pero todos tienen algo de verdad. Y que en lugar de levantar muros de opinión, podemos construir mesas donde todos brindemos.

Y como bien nacido es ser agradecido, empecemos este recorrido desde donde nace todo: el consumidor. Porque sin él, no habría bares, ni restaurantes, ni copas que levantar.

El consumidor: con información, con lógica y con cara de "¿perdona?"

Como me dijo un buen amigo hace ya unos cuantos años, y con razón: "Fran, la información es munición". Y no le faltaba ni gota de verdad.

Estamos en el siglo XXI, donde uno pide una copa de vino en un bar y, mientras le están sirviendo, ya ha mirado en su móvil cuánto cuesta la botella en el lineal del súper o en una tienda especializada. Ya no hay misterio. Ya no hay secretos. El vino, hoy, tiene etiqueta y tiene Google. En el siglo XX las reglas eran distintas. Antes, si el hostelero ponía una botella a 2.000 pesetas, uno solo podía asentir y beber. Hoy, el cliente entra en Google y te dice: "Caballero, este vino vale 5,70". Y te lo dice con cara de haber pillado a alguien copiando en el examen.

¿Y qué ocurre? Pues que el consumidor se sienta, pide dos copas de vino, y cuando llega la cuenta, siente que ha pagado lo mismo que costaba la botella entera. Y claro, se le queda una cara de "¿estamos locos?". Porque abrir una botella y servir una copa no parece justificar el triple del precio. En su cabeza, eso no es margen comercial: eso es saqueo emocional.

Porque pensemos un momento como consumidores (que todos lo somos). El razonamiento es sencillo: si compro un vino por 15 euros en la tienda de al lado, ¿por qué tengo que pagar 30, 40 o 45 por él en el restaurante? Y más aún si no ha pasado por horno, ni ha sido emplatado, ni ha sido reducido o glaseado con PX. Solo ha sido descorchado. ¡Y ni eso a veces, que te lo traen ya abierto!

Aquí el consumidor se siente desubicado. Piensa: "Yo vengo al restaurante a comer lo que no sé hacer en casa. Pero el vino sí sé abrirlo. Lo abro en la playa, en la azotea, en una barbacoa... ¿por qué tengo que pagar el triple por algo que puedo disfrutar igual, o casi igual, en otro entorno?".

Y no le falta razón. Porque esa percepción, esa sensación de "me están sacando los ojos con el vino", está basada en datos reales. Los multiplicadores son conocidos: ese vino que en tienda cuesta 4 euros, en carta se ve por 18, 20 o 22 euros. El de 10 euros, por 28 o 32. El de 40, por 80 o 90. ¿Y una copa? Trece euros y medio por un vino que cuesta 5 la botella entera. El cliente lo mira, hace sus cálculos y piensa: "me sale más barato invitar a cenar a toda la mesa con cerveza".

Y claro, el argumento final es tan lógico como demoledor: "Si un plato lleva elaboración, cocina, técnica, productos frescos... lo pago. Pero una botella, un refresco, un agua o un vino, que solo hay que servirlo, ¿por qué debe tener el mismo margen que un solomillo al foie con reducción de Oloroso?".

Desde este lado de la mesa, como consumidor, esa reflexión no solo es legítima: es impecable. Y por eso merece ser escuchada. Porque hoy, más que nunca, la información ha empoderado al cliente. Y si queremos que siga pidiendo vino en vez de cerveza o refresco, más nos vale entender su lógica, sus números y, sobre todo, su percepción.

Y por si todo esto no fuera suficiente, llega ahora una nueva moda que está empezando a circular por algunos restaurantes: cobrar por el descorche del vino, incluso cuando el vino lo trae el propio cliente. "Te cobramos solo el descorche, amigo", dicen, como si fuera un favor. Pero ese "solo el descorche" resulta ser 5, 6 u 8 euros por abrir la botella, ponerla en frío (con suerte), y darte una copa.

Y claro, el cliente se pregunta: "¿pero en qué quedamos?". Porque en unos sitios se paga el vino con multiplicador, en otros el vino con descorche, y en algunos, ambas cosas. Hay restaurantes que aplican el margen habitual, otros que se inventan tarifas, y otros que te dicen directamente: "el vino es a precio de tienda, pero le sumamos 7 euros por servicio". Y todo esto, lejos de ayudar, genera aún más desconcierto.

Porque si la misma botella tiene diez precios distintos según el local, la percepción del cliente ya no es solo de que paga más: es de que lo están tomando por tonto. Y no hay nada que haga más daño a la fidelidad de un cliente que esa sensación de "me han estafado, aunque con copa de cristal".

Así que llegamos al punto que muchos temen decir en voz alta, pero que es hora de poner sobre la mesa: haga lo que haga el sector, con razón, el consumidor tiene razón. Se está cobrando por el vino más de lo que debería. Y lo peor no es el margen, sino la falta de transparencia, de pedagogía, y de coherencia entre establecimientos. Si no sabemos explicar por qué vale lo que vale una copa de vino, entonces el problema no es el cliente: somos nosotros.

El hostelero: el que cobra, pero también el que paga

Yo he estado al otro lado. Lo digo con la tranquilidad de quien ha contado copas, ha pagado nóminas y ha visto romperse una copa Riedel a cámara lenta como quien ve caer un billete de 20 euros al suelo y no puede hacer nada.

Recuerdo que a finales de los 90, cuando aún hablábamos en pesetas, la fórmula para fijar el precio del vino era matemática pura: precio de coste por tres, más IVA. Y cuidado: menos de 1.000 pesetas por una botella no se podía cobrar. Era casi un código de honor no escrito en el restaurante.

Pero eso era el siglo XX. Hoy la realidad es otra, y el barullo también. Cuando un cliente se queja del precio de un vino, muchos hosteleros piensan: "¿y por qué no se queja del refresco a 3 euros que vale 1,50 el litro en el súper?". O de la cerveza de grifo, que entra sola y a veces se cobra como si te la sirviera el mismísimo Gambrinus. Pero oye, el vino... siempre es el señalado.

Y claro, pasa lo que pasa: el cliente termina pidiendo cerveza "porque es más barata", sin saber que a veces el margen es incluso mayor. Pero esto no va de márgenes, sino de entender qué hay detrás del precio de una copa.

Cuando tú pides una copa de vino en un restaurante, no estás pagando solo el líquido: estás pagando una sinfonía de gastos. Estás pagando por el camarero que la sirve, que si cobra 1.200 euros netos, le cuesta a la empresa más de 2.000. Y eso si no se pone malo o no hay que hacer un refuerzo porque ahora, con la reducción de la jornada laboral, para cubrir el mismo horario hacen falta más manos, más turnos, más sueldos.

Estás pagando también por la climatización del local (porque si estás en Sevilla en julio y no hay aire, te vas), por la copa que se ha lavado con detergente, agua caliente y electricidad, y que quizás se rompa mañana. Por el lavavajillas industrial, el abridor, la vinoteca, el hielo, el botellero, la servilleta. Por el vino que lleva semanas almacenado esperando a ser vendido. Por el papel higiénico del baño. Y sí, también por el propio baño.

Estás pagando el alquiler del local. Que no es lo mismo poner una copa en una plaza de pueblo que en pleno centro de Sevilla. El metro cuadrado duele, y ese dolor también va en la copa.

Y como guinda: todos esos gastos que estamos mencionando llevan un 21% de IVA. Y luego viene la tasa de basura, el seguro de responsabilidad civil (por si alguien se cae y hay que correr), la gestoría, la empresa de redes sociales, la licencia de terraza, el impuesto de rótulo luminoso, el control de plagas, las inspecciones de sanidad, el extintor en regla... y suma y sigue.

Entonces, ¿qué hace el hostelero? Repercutir. Reparte esos costes en lo que más se consume. Y el vino, que siempre tiene su tirón, acaba siendo uno de los productos donde más margen se aplica. No por avaricia, sino por necesidad. Porque si no, no cuadran los números. Y si no cuadran, no hay restaurante.

Y sí, todos queremos cultura del vino. Queremos que se beba más vino en barra, que se pida vino por copas, que se disfrute. Pero eso solo será posible si entendemos el precio real de esa copa. No solo el de la bodega, sino el del ecosistema que permite que llegue a tu mesa, fresca, en una buena copa, y servida con una sonrisa.

Y ahora, lector, piénsalo un momento: ¿tú trabajas gratis? Pues el hostelero tampoco.

Errores compartidos: ni el cliente es tonto, ni el hostelero un ladrón

Aquí es donde entra lo bonito, lo complicado y, sobre todo, lo humano: el malentendido crónico entre quien paga y quien cobra. Porque en realidad, los dos tienen razón... y los dos se equivocan. Y como en las buenas discusiones de pareja, la cosa se soluciona hablando y entendiendo al otro, no levantando la voz.

El consumidor comete el error de comparar el precio del vino en el restaurante con el del lineal del supermercado o el de la tienda online de confianza. Y claro, al ver que una botella que cuesta 7 euros se cobra a 21, salta la alarma: "¡Esto es un robo!". Pero se le escapan las otras etiquetas que no están en la botella: la etiqueta de la luz, la del aire acondicionado, la del seguro, la del alquiler, la del personal, la de la copa Riedel rota y la de la servilleta que va en la bandeja aunque no la uses.

También se olvida, por ejemplo, de que no es lo mismo tener cinco hijos y salir con ellos a cenar que ir con tu pareja un sábado romántico. Cada comensal genera un coste, y cada situación es diferente. Lo que tú ves en tu mesa no es lo mismo que ve el hostelero desde su barra. Por eso, juzgar solo desde el precio de la botella es como opinar de un libro solo por la portada.

Pero ojo, que el hostelero también mete la pata. Y a veces hasta las dos. Porque hay quienes, teniendo el local en propiedad, ponen los mismos precios que el que paga 4.000 euros de alquiler. ¿Por qué? Pues porque pueden. Pero eso no significa que deban. Porque una cosa es repercutir costes, y otra aprovecharse del margen que te da no tenerlos.

Y también hay hosteleros que repercuten todo al vino, como si fuera el chivo expiatorio del negocio. El pan, la ensaladilla, el agua... todo a precio simbólico. Pero el vino, zasca, ahí va el triple. Como si fuera el producto estrella de la rentabilidad. Y claro, eso el cliente lo ve. Y no le gusta. Y con razón.

Quizá la solución esté en algo tan sencillo como repartir mejor los costes, sin abusos, sin extremos. Porque si no, un día tendremos que entrar en un restaurante pagando entrada, como en el cine: "Cinco euros por sentarse, señores, y luego ya miramos la carta".

Y hablando de carta, ¿y si el cliente está dispuesto a pagar más por una buena ensaladilla? Porque sí, esa ensaladilla que parece barata y fácil, lleva trabajo, tiempo, producto fresco... y caduca en horas. No es industrial, es artesana, y eso tiene un precio. Igual que el vino.

Al final, ni el cliente es tonto, ni el hostelero es un abusón. Solo hace falta más comunicación, más pedagogía y, por qué no, más humor. Porque esto, como el vino, si no se sirve con una sonrisa, no entra igual.

Y sobre todo, entendamos esto: este país no tiene sentido sin una barra, sin una copa, sin un camarero que te diga "¿lo de siempre?" y sin un cliente que se sienta en su casa aunque esté pagando.

Así que brindemos por eso. Con un vino, claro. Sea caro, barato, o simplemente justo.

Reflexión final: ¿y si en vez de abrir un melón, brindamos con una copa de vino?

Ahora hablo desde dentro. Desde el que ha estado detrás de la barra, ha gestionado costes, ha calculado escandallos y ha hecho de guía de bodega en jornadas formativas, y también desde el que, como tú, se ha sentado en una mesa con amigos y ha pensado: "¿De verdad cuesta esto este vino?".

Y con esa doble mirada he llegado a una conclusión muy sencilla: la única manera de que un negocio de hostelería funcione es sabiendo repercutir los costes. No hay otro camino. Pero claro, ¿quién enseña eso? Muchos cocineros saben cocinar como los ángeles, pero no les han enseñado a llevar una contabilidad. Y muchos hosteleros saben dar calor humano, servir con cariño, montar una barra como nadie... pero no saben cuadrar una hoja de Excel.

Y esa falta de formación es peligrosa. Porque no solo cierra bares, también rompe vínculos. En vez de acercar al hostelero y al cliente, los separa. Se pierde la confianza, se instala la sospecha. Y eso no lo merece ni el vino ni quienes lo disfrutan.

Pero hay una pregunta que, como el vino, necesita decantarse y respirarse para entenderla bien: ¿Quién gana con todo esto?

¿Quién gana de que el cliente piense que el hostelero le roba?
¿Quién se beneficia de que el hostelero tenga que repercutir todos sus costes en una sola copa de vino, haciendo que parezca un abuso cuando, en realidad, apenas se llega a cubrir gastos?
¿Quién está realmente ganando cuando en una barra de bar el cliente siente que le toman el pelo, y el hostelero siente que ya no puede competir con los precios de una gran superficie?

¿No será que hay un tercero, un gran ausente en esta batalla, que se frota las manos mientras nosotros discutimos?
¿No será que la presión fiscal, la burocracia, la competencia desleal y la desinformación del consumidor están siendo convenientemente alimentadas por quien quiere que este sector, tan humano, tan cercano, tan nuestro, se vuelva frío, automatizado, impersonal?

Porque si en el siglo XX podían convivir bares, tiendas y supermercados, ¿por qué ahora no?
¿Quién se beneficia de que el vino se beba en casa, solo, con la nevera encendida, la gasolina del coche gastada para ir a comprarlo, y la botella tirada luego al contenedor como si nada?
¿Quién gana cuando los bares solo facturan viernes, sábado y domingo, y el resto de la semana son un desierto en silencio con los mismos gastos, pero sin gente?

En las guerras, decían los sabios, nunca gana nadie. Pero siempre hay alguien que se beneficia. Y muchas veces, no está ni en el campo de batalla.

Así que, si me permitís, cierro esta reflexión con una invitación: si tenéis una idea, una propuesta, una solución que acerque posiciones, compartidla. No dejemos que nos separen discursos vacíos ni intermediarios que nada entienden de lo que es un brindis sincero.

Porque sí, una copa de vino en casa es más barata. Pero una copa de vino compartida, en una barra, con charla, con risas, con respeto y con vida, no tiene precio.

Ojalá la próxima vez, en vez de abrir un melón, abramos una botella. Y brindemos.

Un artículo de Fran Leon Mora
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