José Peñín
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En este segundo capítulo continuamos con nuestra intención (no fácil) en desmantelar los tópicos más frecuentes que se extiende entre los consumidores poco avezados.
Siempre ha sido así. Los jóvenes, siempre irreductibles e influenciables de lo que viene de fuera del hogar, han llevado la contraria a los padres. En los años de mayor consumo de vinos por razones alimentarias, una de las imposiciones paternas era que, cuando el hijo alcanzaba los 16 años, el padre decretaba el permiso para beber vino en la mesa como un reconocimiento de que ya no era un niño. ¿A quién le puede gustar una bebida seca, pocas veces fría, a veces áspera, amarga y ácida? Una bebida de nuestros padres, respondía el adolescente. Incluso para los jóvenes de hace un siglo la condición de adultos no la determinaba el vino, sino el copazo de aguardiente o coñac con sus amigos. Más o menos, el botellón de hoy amortiguado por la tónica o la coca cola. En los nuevos tiempos, cuando el vino ha dejado de ser una bebida alimentaria, nos empeñamos en que los jóvenes beban vino. Dejemos que, con el primer sueldo, la primera novia y una visión más hedonista de esta bebida, se vaya imponiendo de puntillas.
Es mentira. Cualquiera de los consumidores de otros países es capaz de llevar bajo el brazo una guía a la hora de entrar en una tienda de vinos. El problema es que, por nuestro arraigado sentido del ridículo, dejamos la guía en la guantera del coche como la "secreta chuleta" del alumno, cuando en realidad se hace necesario su uso como instrumento de consulta, incluso para reforzar el criterio propio. No hay que olvidar que el vino es el sector más atomizado del mundo y, por tanto, se hace necesario una guía de compras. Pero también ese gesto de autosuficiencia de algunos es una tapadera que descubre un interés superficial por el vino, lo que determina que no quiera gastar el dinero en comprar una guía. Hacemos más caso a la opinión del "amigo experto", cuando en realidad el amigo en cuestión no se atreva a confesar que se ilustra de las guías o críticos reputados. No tiene nada de malo que, a igual que un cinéfilo se ilustra de los críticos para ir al cine, un enómano eche un vistazo a la crítica de vinos antes de comprar una marca.
No es cierto. La calidad de los vinos no depende de la geografía de la DO ni de su control reglamentístico, sino del propio viticultor-elaborador. Hoy, el rigor y exigencia de un bodeguero de calidad supera a las normas que impone el propio Consejo Regulador. Las Denominaciones de Origen, desde el punto de vista de la calidad, eran necesarias hasta 1990 ante la necesidad de poner orden a todo un caos de falsos orígenes, mezclas sin cuento y prácticas fraudulentas que hoy no existen. Hasta los Ochenta la oficina antifraudes trabajaba sin descanso, mucho más que los inspectores de las DO. El único valor de las D.O. es precisamente su propio nombre: el origen.
Es a partir de los años Noventa, cuando las nuevas tecnologías, la mayor oferta de fabricación de pequeño utillaje para bodegas y una conciencia mayor de la viña sobre la enología, han permitido eliminar las diferencias entre los vinos DO y los vinos de mesa o de zonas desconocidas. Por otro lado, la mayor preparación de los técnicos y la posibilidad de emprender ellos mismos proyectos vitivinícolas más personales anteponiendo el terroir, han permitido implantarse en territorios cuyos costes de viñedo fueran inferiores sin importarles que la zona fuera o no una D.O.
Topicazo donde los haya. ¿Es necesario saber de vinos para beberlos? El paladar propio es lo más sagrado ¿Tengo que ser un experto en informática para poder comprar un ordenador? ¿Tengo que conocer la vida y milagros de los mejores directores de cine para elegir una buena película? Para eso está la crítica. Lo que más llama la atención es que el aficionado no tenga ningún pudor en decir que no entiende de vinos, pero se abstiene por vergüenza cultural de expresar que no entiende de arte, música o de libros. Es cierto que para que el consumidor no versado pueda elegir un vino y saber si le gusta o no, antes deberá probarlo, lo cual resulta menos frecuente que elegir un coche que pueda ver e incluso probar, o un traje que se puede enfundar en el probador o un tomate cuya turgencia y color le es suficiente para llevarlo a la bolsa. Lo importante es que el neófito tenga la memoria suficiente para acordarse de la etiqueta o etiquetas que le gustaron y, a partir de ahí, consultar con un experto o contrastar con la crítica si decide cambiar de marca.
Pedir vino por Denominación de Origen, sobre todo si es afamada, es el fácil recurso para quienes son unos desmemoriados de las marcas. Uno puede pedir un rioja que en nada se parece a otros siete riojas distintos, no solo por los diferentes estilos de cada bodega, sino por la composición de las variedades y suelos, y eso sin contar las diferencias zonales. Esta forma genérica de pedir un vino por zona o denominación se podría entender en un turista o viajero que desconoce los vinos de la región, pero no en un cliente habitual. Es cierto que esta frase nace en los años Ochenta, cuando en la hostelería media española mandaba el rioja como garantía de vino embotellado frente a la escasez, atonía y mediocridad de otros orígenes. El ribera era la otra alternativa que se extendió en los Noventa entre los que presumían de no pedir un rioja y el verdejo se impuso desde hace 12 años. En cualquiera de estos casos, hoy no tiene sentido pedir un vino de este modo dado que los vinos de calidad se producen en la mayoría de las zonas. El americano medio lo tienen más claro en su país cuando pide un vino por variedades sin importarles la zona.
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Las frases gastadas del vino (Capítulo 1) |
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