Miércoles 15 de Octubre de 2025
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"Obelisco blanco, solitario y alto, testigo mudo de mi Buenos Aires...” Así comienza el tango de Hipólito Torres, y no hay verso que lo describa mejor. Porque el Obelisco no solo domina la avenida más ancha del mundo: domina también la memoria, el pulso y el imaginario de toda una ciudad.
Desde su inauguración en 1936, obra del arquitecto Alberto Prebisch, este monumento de hormigón armado se alza en la intersección de las avenidas 9 de Julio y Corrientes como símbolo de identidad porteña. Durante décadas fue punto de encuentro, escenario de festejos, protestas, abrazos y promesas. Pero también, un faro silencioso que observa desde su altura cómo Buenos Aires cambia, crece y se reinventa.
Hoy, subir al mirador del Obelisco es emocionante, es una experiencia sensorial. El ascensor lleva hasta el séptimo piso, a 55 metros de altura, y desde allí, una escalera metálica de 35 peldaños conduce hasta la cima, ubicada a 67,5 metros sobre la 9 de Julio.
Cada ventanita enmarca un fragmento de ciudad: una postal viva de Buenos Aires que cambia según la hora, la luz y el ánimo del observador. Arriba, el silencio y la altura invitan a mirar distinto. A entender que el Obelisco no solo está en medio de la ciudad: es el punto desde el cual la ciudad se cuenta a sí misma.
Al oeste, la cúpula del Congreso de la Nación se distingue entre edificios centenarios y el Palacio Barolo asoma con su arquitectura inspirada en “La Divina Comedia”; hacia el este, el Río de la Plata brilla como un espejo difuso; y al norte el Teatro Colón despliega su elegancia inconfundible. Si el día está despejado, incluso se alcanzan a ver los límites de la ciudad, difuminados en el horizonte.
Desde esa altura, la 9 de Julio parece una línea de tiempo: autos que se deslizan como hormigas, peatones diminutos, edificios que cuentan historias. El viento sopla con una fuerza distinta, como si la ciudad respirara a través del monumento. Uno entiende, entonces, por qué el Obelisco no es solo una postal: es un corazón de piedra que late al ritmo porteño.
Desde el sábado 1° de noviembre el monumento abrirá al público por primera vez en sus 89 años, el Mirador Obelisco abrirá todos los días de 9 a 17 horas, con turnos rotativos de 15 minutos para grupos reducidos de cuatro personas. Las entradas pueden adquirirse en www.miradorobelisco.com.ar, con tarifas de $18.000 para residentes argentinos (50% menos para menores y jubilados) y $36.000 para extranjeros.
El proyecto fue presentado oficialmente durante la Feria Internacional de Turismo (FIT) y representa un hito cultural y turístico: por primera vez, Buenos Aires se suma al circuito global de grandes miradores urbanos —como el Empire State en Nueva York o la Torre Eiffel en París—, pero con la impronta porteña que la hace única.
Dicen que en Buenos Aires todas las miradas terminan en el Obelisco. Tal vez por eso, en el habla popular, “la punta del Obelisco” se convirtió en sinónimo de lo máximo, lo más alto, lo imposible de alcanzar. En 2015, una instalación del artista Leandro Erlich —que “extrajo” simbólicamente la punta del monumento y la colocó en el MALBA— reavivó ese mito urbano: ¿qué hay en la punta del Obelisco? Hoy, por fin, podemos responderlo: Hay viento, silencio y vértigo. Hay ciudad, historia y emoción. Y, sobre todo, hay una mirada distinta: la de quien descubre que Buenos Aires todavía puede sorprendernos, incluso a los que la caminamos todos los días.
El Obelisco es un guardián de historias, amores y celebraciones que se repiten al pie de su sombra. No envejece ni se apaga. Permanece, vertical y luminoso, mirando al cielo. El alma visible de Buenos Aires.
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