Beber un vino por los ojos

La primera impresión de un vino comienza como el amor, por los ojos

Compártelo

Leído › 23703 veces

El espectro cromático del vino es amplio y extenso. El abanico de colores comienza en el amarillo acuoso y finaliza en el oscuro azabache de un viejo Pedro Ximénez, pasando por brillantes dorados, por grises rosados, por cálidos caobas, por vivos tonos cereza, por el rubí y el ámbar. La lista de matices puede hacerse interminable.

Quede claro que el color de los vinos es totalmente natural pero que las condiciones externas influyen, y mucho, en su tonalidad. De ahí que los blancos aumenten de color, después de un tiempo de exposición al aire, a la luz y al calor. Su color vira y oscurece por oxidación de las materias colorantes (taninos, antocianos, compuestos fenólicos, polifenoloxidasas, hierro, flavonas, etc.) propias del vino y procedentes de la uva.

Resumiendo, viene a suceder lo mismo que cuando se deja una manzana partida a la intemperie: el blanco color de la pulpa adquiere, lentamente, tonos marrones al contacto con el aire.

Nos obstante, con la colaboración de Barcolobo, bodega que elabora vinos singulares de calidad Premium, presentamos a continuación una serie de pistas que te pueden ayudar a "saborear" el buen vino con la vista.

En los tintos, al contrario que en los blancos, la intensidad y el matiz decrecen con el paso del tiempo. El tinto recién elaborado, con un año, presentará tonos rojos fuertes, e incluso morados y violetas, que irán perdiendo intensidad con los años hasta llegar a un más suave rojo ladrillo, rojo teja en los muy viejos. Curiosamente, en los jóvenes la espuma que se forma al caer en la copa es roja. A medida que envejece, esa tonalidad roja va virando hasta llegar a ser blanca en los tintos de cierta edad.

La primera etapa de la cata, o fase visual de la cata, o cata visual, comienza poniendo el vino en la copa contra un fondo blanco bien iluminado, para así poder valorar su color.

Un vino blanco joven debe ser pálido. Si, por el contrario, está alto de color lo más probable es que lleve varios años embotellados. Igual puede decirse de finos, manzanillas y cavas. La tonalidad de un tinto es brillante violáceo o púrpura, sin embargo si se trata de un gran reserva será más apagada que brillante, su color se acercará más al ladrillo que al cereza.

Hay que observar también el matiz: dentro de los finos podremos hablar de una gama comprendida entre el amarillo pajizo y el amarillo verdoso, aceitunado, clásico de algunos moriles viejos. Los blancos irán desde muy pálidos, casi acuosos, hasta los tonos melosos de algunos moscateles.

Con la vista se debe comprobar, también, su limpidez y transparencia. El vino no debe aparecer turbio bajo ningún concepto, ni siquiera velado u opalescente. Este defecto (que puede tolerarse cuando en algunos establecimientos lo sirven en rama, sin filtrar) debe ser motivo suficiente para rechazar la botella que ofrecen.

A la turbidez puede añadirse la presencia de partículas en suspensión, brillantes o no, de irisaciones grasientas en la superficie o cualquier otra causa que ponga en duda la impecable transparencia de que todo buen vino debe hacer gala. No confundamos lo anterior con presencia de partículas de corcho procedentes de un mal tapón que, probablemente, flotarán.

Cada vez es menos frecuente encontrar pequeños cristales que reverberan y precipitan al fondo de la copa, que se producen al enfriar bruscamente un vino que no ha sido refrigerado, o, al menos, protegido antes de filtrarlo y embotellarlo. Al descender la temperatura disminuye la capacidad de disolución y determinadas sales que han pasado de la uva al vino, fundamentalmente bitartratos, cristalizan. Este fenómeno físico no resta calidad pero sí imagen.

La vista permite apreciar la armonía entre el color, el olor y el gusto. Un tinto joven, rojo vivo, debe ser aromático, lleno, fresco y algo tánico en la boca. Caso contrario, algo andará mal. Un blanco joven debe ser pálido, frutal a la nariz y ligero en la boca.

La fluidez es otro parámetro visual a tener muy en cuenta. En algunos vinos finos solía ser frecuente la enfermedad del ahilado. El vino cae con consistencia oleaginosa. Está sordo, insonoro... Cada vino debe tener su grado adecuado de fluidez y movilidad en la copa. Lógicamente, debe ser más ágil un blanco seco que un moscatel o un Pedro Ximénez. La ausencia de fluidez y movilidad en un vino seco, sobre todo blanco, debe alertarnos por la posibilidad de que esté afectado por la enfermedad de la grasa.

En los vinos espumosos la efervescencia, el desprendimiento de burbujas, es un importante parámetro cualitativo. Largas y finas cadenas de burbujas, formadas desde el fondo y laterales de la copa, llegan incesantemente hasta la superficie del vino, configurando representaciones geométricas de cierto aspecto litro.

Se vienen utilizando numerosos calificativos para definir conceptos visuales en la cata. Al hablar de limpidez puede decirse que el vino es brillante, transparente, luminoso y, caso contrario, cabe definirlo con uno o varios de los términos siguientes: opalescente, apagado, turbio, quebrado, lechoso, velado, etc.

Para el color se emplean los calificativos vivo, nítido, franco, fresco, luminoso, pálido, acompañando a la amplísima gama cromática que ya hemos citado en otros artículos al respecto en Vinetur.

Si el color no resplandece, la falta de vivacidad se expresará diciendo que el vino tiene un tono apagado, mate, pasado (caso corriente de los tintos con bastantes años de botella), dudoso, débil.

Por último, la intensidad irá desde fuerte a mate, pasando por débil, apagada, oscura...

¿Te gustó el artículo? Compártelo

Leído › 23703 veces