Viernes 27 de Junio de 2025
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El día comenzó con ese silencio amable que tienen las mañanas tempranas de junio. A las ocho y media en punto, subía al tren en Sevilla con destino a Córdoba. Y no sé si era la hora, la luz o el ánimo, pero el viaje se sintió especial desde el primer kilómetro. Me senté junto a la ventana, como siempre, para dejarme llevar por el paisaje que va desfilando sin pedir permiso: campiñas doradas, viñas a lo lejos, alguna torre solitaria que parece saludarte al pasar.
Cuarenta y cinco minutos después, el AVE me dejó en Córdoba, que me recibió con ese aire suyo tan particular: mezcla de sol y de sombra, de piedra antigua y aromas de azahar,. La estación, elegante y funcional, es casi la antesala perfecta para lo que vendría después. Decidí ir caminando hasta la sede del concurso, y ese paseo matutino por el centro de Córdoba fue un regalo más. Calles con sabor, esquinas que huelen a historia, y un sol que empezaba a calentar pero todavía solo acariciaba.
Antes de llegar, como manda la tradición (y el sentido común), paré a desayunar en uno de esos establecimientos próximos a la sede del certamen. Café con cuerpo, tostada con aceite y tomate, y un servicio de los que miran a los ojos y preguntan si todo está bien. Ahí entendí que el día ya había empezado bien, antes de catar ni una sola copa.
Y así llegué al lugar donde se celebraba una nueva edición de los Premios Mezquita, uno de los certámenes vinícolas más veteranos y con más solera de toda España. Organizado por el Aula del Vino de Córdoba, este concurso nació hace más de 25 años con el firme propósito de reconocer y premiar la calidad de los vinos ibéricos, tanto de España como de Portugal, en un entorno que sabe de siglos y que respira autenticidad por todos sus poros.
Cada edición es un homenaje al vino, pero también a la tierra, al trabajo, al diseño, a la cultura líquida que llevamos dentro. Un certamen que, con los años, ha ampliado sus horizontes incluyendo incluso aceites de oliva virgen extra y vermuts, demostrando que en Córdoba no solo saben beber bien, sino también mirar el producto con respeto y amplitud de miras.
Y si hay una figura imprescindible en esta historia, es la de Manuel María López Alejandre, presidente del Aula del Vino, alma máter de este proyecto y auténtico maestro de ceremonias. Manuel María no solo es un enólogo brillante, con años de conocimiento a sus espaldas, sino un hombre sabio en la forma más humana del término. Escucharlo hablar de vino es como sentarte a escuchar a un erudito que ha vivido mil vendimias, pero que sigue emocionándose con cada sorbo.
Es autor de artículos, libros y reflexiones, pero sobre todo, es un cultivador de personas. Su legado va mucho más allá de los premios o de las medallas: está en cada cata bien dirigida, en cada ponencia compartida, en cada joven profesional que se siente inspirado tras hablar con él cinco minutos. Porque Manuel María no habla de vino: habla desde el vino, desde su historia, su ética, su alma.
Y ahí estaba yo, con el corazón contento y el paladar listo, dispuesto a formar parte del jurado de este certamen que tanto le debe a él y que tanto significa para todos los que amamos este oficio, esta cultura y esta forma de vivir que es el vino.
Me tocó ser el catador número 12. Uno más entre medio centenar de compañeros y compañeras que, como yo, llegaban a la cita con el paladar limpio, el alma dispuesta y la conciencia clara de lo que supone sentarse a una mesa de jurado. Porque cuando uno juzga un vino, no está juzgando solo un líquido: está juzgando un trabajo, un sacrificio, una ilusión embotellada.

Cada mesa tenía su grupo de vinos asignados, y si algo reinó desde el principio fue la sinceridad, la honestidad y el respeto profundo por el productor. Lo digo con orgullo. Aquí no había egos, ni prisas, ni condescendencia. Había ganas de descubrir, de entender, de ponerle palabras a lo que otros habían puesto en una copa.
En nuestra mesa comenzamos catando vinos blancos jóvenes. Después, pasamos a vinos tintos de diferentes zonas, tipologías, variedades y certificaciones. Un recorrido geográfico y sensorial que nos obligaba a resetear los sentidos a cada paso. Porque cada vino —como cada persona— merece que lo mires sin prejuicio, sin expectativas, sin etiquetas mentales. Solo con atención, con humildad, con la capacidad de escuchar lo que la copa te cuenta.
Nos tomamos nuestro tiempo. No había prisa. Porque valorar el trabajo de quien ha cuidado una viña, fermentado una uva, embotellado un sueño... no es algo que se pueda hacer deprisa. Hay que mirarlo desde todos los ángulos, dejar que se exprese, que te cuente de dónde viene y a dónde quiere ir. Y cuando eso ocurre, cuando el vino habla y emociona, entonces sabes que estás delante de algo grande.
Buscamos la singularidad, la personalidad, eso que a mí me gusta llamar "el terruño embotellado". Analizamos sus virtudes, claro, pero también sus defectos. Y fuimos firmes cuando tocó descartar. Porque no todo vale, y no todo llega a medalla. Pero incluso en ese momento de decir "no", lo hicimos con respeto, con argumentos, preguntándonos qué podríamos decirle al productor si lo tuviéramos delante. Porque detrás de cada botella hay una historia que merece ser escuchada, incluso cuando no brilla.
Y cuando sí brillaban... madre mía. Entonces la copa se llenaba de emoción. Había vinos que rozaban los cien puntos, que te hacían cerrar los ojos y quedarte un momento en silencio. Porque sí, algunos vinos tienen eso: la capacidad de tocarte. Y eso, en un concurso, es un regalo.
Cada medalla, ya fuera bronce, plata, oro o alguno de los tres gran oros que entregamos, fue debatida, compartida, argumentada. Nada se dio por inercia. Nada se aprobó a la ligera. Y eso, créeme, no pasa en todos los concursos. Pocos son los certámenes donde se respira tanto compromiso, tanta elegancia, tanta exigencia compartida. Donde se analiza con precisión de cirujano, pero con sensibilidad de poeta.
Porque detrás de cada vino hay un padre y una madre. Hay una tierra. Hay una empresa. Hay una familia que lucha por abrirse camino, por hacer algo bello, bueno y honesto. Y nosotros, los jurados, somos solo canal. Somos un puente. No somos protagonistas de nada. Lo importante no somos nosotros. Lo importante es la viña. Es el fruto. Es esa botella que llega hasta una copa de cristal para, con suerte, emocionar a alguien.
Y por eso, este día en Córdoba, en el concurso de los Premios Mezquita, fue mucho más que una jornada de cata. Fue una jornada de gratitud. Porque cuando te sientas a catar desde el respeto, el vino te enseña a ser mejor persona.
Gracias también a Isabel Verdugo, cuya labor silenciosa pero incansable ha sido clave para que todo saliera como un reloj, cuidando hasta el último detalle, desde la recepción de muestras hasta la logística de los jurados, pasando por la impecable gestión de fichas, puntuaciones y secretaría técnica. Un trabajo muchas veces invisible, pero absolutamente esencial.

Gracias a todos los miembros del Aula del Vino de Córdoba, de la Cátedra del Vino, y al maravilloso equipo de sala del Real Club de la Amistad de Córdoba, que este año fue sede del certamen. Porque no solo nos ofrecieron un espacio elegante y acogedor, sino que nos regalaron una puesta en escena gastronómica de altura.
El desayuno fue una auténtica sinfonía de sabores, con productos salados, dulces, café de los que despiertan más allá de lo físico, y una atención que te hacía sentir como en casa. Y más tarde, el almuerzo en el restaurante del club, en un salón privado, permitió a los jurados compartir mesa, charla y risas en un ambiente distendido, humano, que mezclaba el networking con el puro placer de disfrutar la gastronomía cordobesa.
Todo esto no se improvisa. Todo esto nace del cuidado, de la experiencia, y del cariño por el vino y por las personas. Por eso, este agradecimiento no es de cortesía: es de verdad.

Y cómo no, gracias también al Ayuntamiento de Córdoba, patrocinador del evento, por seguir creyendo en este tipo de encuentros que hacen grande a una ciudad, a una región, y a una cultura. Porque apostar por el vino es apostar por el paisaje, por el patrimonio, por la economía local y por una forma de vida que no entiende de prisas, pero sí de raíces.
Y si hablamos de grandeza, también hay que aplaudir públicamente a las bodegas que consiguieron la máxima distinción de este certamen. Los premios Gran Mezquita 2025 fueron otorgados a:
Me vuelvo a casa con el corazón lleno y el cuaderno de notas repleto de vinos, de nombres, de momentos, de emociones... y con una certeza: el vino, cuando se vive así, con respeto, con humildad y con alegría, no es solo una bebida. Es una forma de encontrarse con los demás.
Y eso, Córdoba, lo ha vuelto a demostrar una vez más.
Gracias, de corazón.
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