Manuel Ruiz Hernández
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En un principio, en torno al año 1800, la crianza era el proceso imprescindible de estabilización espontánea del vino antes de ser embotellado. Tal periodo se cifró como mínimo en veinte meses o dos inviernos.
Pero en esta línea el bodeguero pudo comprobar que tan solo unos vinos soportaban este periodo y después se deterioraban y otros, en función de la meteorología, podían aguantar más.
De este modo surgió el "reserva" -y posteriormente el "gran reserva"- como criterio de estabilidad, pero también de aumento de precio.
Estas prolongaciones temporales dependían de la meteorología del ciclo vegetativo de la vid. Para superar la meteorología se desarrolló la crianza científica basada en polifenoles, que intentaba que vinos que tan sólo servirían para "crianza" pudieran llegar más lejos en la botella.
Para ello se desarrolló, según avances científicos, la doctrina polifenólica, que consiste no tan sólo en crear uva de intenso color, sino de extraer este color racionalmente para estabilizarlo en la crianza.
Los componentes de color de la uva son los antocianos y los taninos. La combinación de ambos da color estable y suavidad. La no combinación por ausencias, desequilibrios o desconocimiento en el proceso, da como resultado vinos mediocres.
Por tanto, la crianza actual es la combinación de los antocianos con los taninos del vino, y todo ello con la importante intervención del aire -si aportamos mucho oxigeno se produce el vinagre, y si aportamos muy poco, el vino pierde su color pronto.
A partir de todas estas consideraciones se puede establecer que de una buena uva, rica y equilibrada en taninos y antocianos, puede resultar un vino bueno pero también un mal vino, principalmente en función de la combinación que el enólogo realice de las tres variables: antocianos, taninos y aire.
El buen enólogo centra su atención en la viña y después en la bodega, dónde realiza la labor de observación y seguimiento con la mínima intervención.
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