Miércoles 23 de Julio de 2014
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Cuando aprieta el frío, cuando la nieve y el lodo se funden en un interminable charco oscuro como la noche, cuando cae el sol y el hielo crece como ajugas bajo la piel, pocas cosas resultan más reconfortantes para el cuerpo que un trago caliente. Puede ser chocolate, sopa de cebolla o mejor, un rico y especiado vino caliente.
Eso lo saben de memoria los europeos. En sus tierras vínicas, cada país tienen una receta especial para su vino caliente y también un nombre: en Francia se lo conoce como "vin chaud" (vino caliente), en Hungría como "forralt bor" (vino quemado), Alemania "glühwein" (vino encendido), se dice "glögg" en Escandinavia, mientras que los italianos del Norte lo llama "vin brulé". Cualquiera sea el nombre, una cosa es segura: a la hora de calentarse las manos y el cuerpo, todos recurren al vino.
Ahora bien, una copa de tinto caliente, lo sabemos todos los que hemos bebido en nuestros veranos tórridos, es algo así como un trago de alcohol con duras asperezas de taninos, sumado a una acidez mordiente. ¿Cómo se consigue que el vino, más allá del deseado efecto de la temperatura, sea algo agradable?
La diáspora del vino caliente en la cultura europea tiene una explicación. Documentado por primera vez en el siglo I de nuestra era como una medicina entre los legionarios romanos, donde quiera que fueran los ejércitos del impero quedó la costumbre de beberlos en invierno. Porque fortifica, relaja y convoca al sueño con un grato regusto.
Sea que lleven canela, clavo de olor, cáscaras de naranja, cardamomo o anís estrellado, el truco con todas las versiones de vino caliente es uno solo: el agregado de azúcar o miel. El experto en su preparación maneja bien la cantidad, porque de ella depende que el espíritu quemante del alcohol y la aridez de los taninos se morigeren.
El otro gran secreto es el vino mismo. Más allá de que para puristas de todo pelaje usar tintos para agregarles sabores sea una suerte de herejía condenable a la hoguera, cierto es que no todos los tintos se prestan bien para la hornalla. En todo caso, hay que buscar vinos ligeros, frutados y con una buena chispa gustativa, y dejar de lado todos los tintos que ponderen el roble, la crianza y hasta el añejamiento. En eso, la ventaja reside en que con unos pocos pesos uno consigue una buena botella para el preparado.
En todas las recetas que hay de vinos calientes, los ingredientes se ponen a la par del vino, a fuego suave. Es importante revolver de forma más o menos constante, especialmente si el agregado de azúcar es cuantioso. Pero sobre lo que no hay un punto de acuerdo es en el hervor.
Para unos, y con cierta razón técnica, el hervor desnaturaliza la mayoría de los sabores del vino. Para otros, y con cierta razón técnica también, sin que se llegue al punto de ebullición no hay mixtura de los sabores agregados. En cualquier caso, una cosa resulta segura: cuando más tiempo se lo caliente –con o sin hervor- se evaporará mayor cantidad de alcohol, mientras que los gustos de caramelo y quemado se intensificarán.
En mi opinión, los húngaros tiene la justa, ya que abogan por una versión francamente especiada del preparado, en cuya cocción se llega hasta un instante antes de que rompa el hervor. Lo sirven en tazas de té –previamente colado- y se sientan a ver bajar témpanos por el Danubio, mientras transpiran como si estuvieran en los famosos saunas de Budapest. En eso, hay que darles la razón histórica. Con o sin río, su "forrelt bor" es un perfecto ejemplo a seguir cuando escarchan los días.
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Receta paso a paso de vino caliente |
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