Miércoles 29 de Octubre de 2025
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El pasado jueves 23 de octubre, concluyó una de esas experiencias que dejan huella: la primera cita de "Caladero de los Sentidos" en el restaurante Caladero de Sevilla. Una cena maridaje que, más allá de platos y copas, se convirtió en un viaje emocional, cultural y profundamente enológico. Y hoy, con la resaca emocional aún latente, quiero compartir con vosotros una crónica que no nace desde el marketing, sino desde la vivencia.
Hablar de esta experiencia sin empezar por Monopole Clásico sería traicionar su espíritu. Este vino no fue uno más del maridaje. Fue el faro. El eje vertebrador de una velada que nos recordó por qué el vino emociona cuando se hace con historia, con memoria y con respeto.
Ezequiel García, conocido como El Brujo, nos dejó un legado antes de marcharse, pero también nos regaló una despedida a la altura de su leyenda: este Monopole Clásico, elaborado con alma de Rioja, pero con una vértebra andaluza, con ese guiño a Sanlúcar de Barrameda que lo hace inolvidable. El vino no decepcionó: cautivó, emocionó, sorprendió. Y lo más bonito fue ver cómo los asistentes lo acogían con respeto y admiración, reconociendo que este tipo de vinos son los que marcan caminos. Los que enseñan.

Desde el norte nos fuimos al sur. A nuestras raíces. A ese Aljarafe sevillano que guarda joyas vitícolas que aún el mundo está por descubrir. Y entre ellas, una que me roba el aliento cada vez: la Garrido Fino.
El vino Finca Las Yeguas, nacido en suelos de albariza que fueron fondo marino, nos permitió extraer el carácter mineral, salino y auténtico de esta tierra. Algunos de los asistentes —con esa lucidez que solo da el paladar libre de prejuicios— lo definieron con una palabra que me pareció perfecta: "cielo".
Y jugando con ella, descompusimos su magia:
C de Complejo,I de Interesante,E de Elegante,L de Largo,O de Orgulloso de ser de su tierra.

A su lado, el hermano mayor: Finca Las Yeguas Bajo Velo. Un vino que enseña sin gritar, que recuerda la forma de elaborar de nuestros antepasados, cuando toda la Andalucía occidental hablaba un solo lenguaje: el del vino vivo, el del velo de flor, el del trabajo paciente que no buscaba modas, sino verdad.
Ambos vinos pusieron de manifiesto que Andalucía —y en particular Sevilla— tiene mucho más que decir en el mundo del vino. Y no como una anécdota exótica, sino como parte del relato principal.

No podía faltar un tinto. Pero no uno cualquiera. Apareció Vara y Pulgar, elaborado con la uva Tintilla de Rota, haciendo honor a su origen gaditano y a esa sabiduría de las bodegas jerezanas que saben hablar del campo desde la copa.
Un vino que, más allá de su estructura o elegancia, lleva en su nombre un mensaje: el de las manos del viticultor. Las que no salen en la foto, pero que están en cada copa.
El trabajo de Alberto Orte volvió a recordarnos que los vinos grandes no siempre necesitan alzar la voz. A veces basta con mirar a la tierra, escucharla, y embotellar lo que dice.

Y para cerrar esta travesía sensorial, volvió a escena Garrido Fino, esta vez en su versión más inquieta, más efervescente, más luminosa: Umbretum 1810, el espumoso ancestral de Bodegas Salado, embriagado con unas gotas del amontillado centenario de la casa, un vino que forma parte del "pañuelo" de la familia de los caballeros Salado.
Un final dulce, complejo, lleno de matices, que nos recordó que los finales felices existen. Y que a veces caben en una copa.

Gracias, Fran. Aquí tienes el segundo bloque del artículo, centrado en la experiencia gastronómica, la figura del chef David Vela, el trabajo impecable del equipo de sala, y el nivel de excelencia del Grupo La Isla, todo hilado con tu tono humano, observador y agradecido, tal como me pediste:
Si los vinos fueron el hilo conductor, la cocina del chef David Vela fue el tejido. Plato a plato, pase a pase, el restaurante Caladero demostró por qué está llamado a convertirse en uno de los templos gastronómicos de la capital hispalense. Y en esta ocasión, con un menú concebido como un auténtico viaje a través del mar, la tierra y la memoria, David Vela desplegó una cocina de finura milimétrica, elegancia sincera y sabor profundo.
Cada plato tenía un relato, un equilibrio, una intención. Y aunque todos brillaron, sería injusto no hacer una mención especial al primer pase:
"Caladero marino en texturas", una entrada que fue literalmente eso... una ola que llegó a la mesa. Con esa frescura que despierta los sentidos, con esa sensación salina que te traslada al mar de Cádiz en un bocado. Fue un comienzo magistral, donde el mar no solo estaba en el plato, estaba en el alma del pase.
A partir de ahí, cada propuesta gastronómica fue una sinfonía de sabores orquestada con inteligencia y sensibilidad. David Vela, natural de Conil de la Frontera, supo trasladar su esencia marinera al plato con esa técnica depurada que ha ido perfeccionando en su trayectoria como jefe de cocina del Grupo La Isla, y que ahora lleva a su máxima expresión desde los fogones de Caladero.
Pero una gran cocina no se disfruta del todo si no va acompañada de un servicio de sala a la altura. Y aquí, la batuta la tomó con maestría Inés Calvente, responsable de sala, que dirigió cada pase como si fuera la directora de una orquesta sinfónica. Cada plato llegaba a su tiempo, cada copa se llenaba cuando debía, cada comensal se sentía atendido sin agobios, mimado sin estridencias, en un ambiente que respiraba armonía, detalle y profesionalidad.
Es precisamente este tipo de protocolo de sala el que, como profesional del vino, uno echa de menos en muchos lugares que se autodenominan alta cocina. Porque un plato puede estar en el nivel más alto, pero si la sala no acompaña, la experiencia cojea. Y en Caladero, gracias a Inés y su equipo, la experiencia fue redonda.
Y no puedo cerrar esta crónica sin nombrar a Rocío Rodríguez, coordinadora de eventos del Grupo La Isla, que estuvo desde el primer minuto con la mirada puesta en cada detalle. Coordinando cocina, sala, invitados, armonías, tiempos... Un trabajo que a menudo pasa desapercibido, pero que marca la diferencia entre una buena cena y una experiencia memorable. Gracias, Rocío, por esa elegancia discreta, por ese cuidado invisible que lo sostiene todo.
Ayer, en el Caladero de los Sentidos, nadie falló. Ni la cocina, ni el vino, ni la sala, ni la organización. Todo fluyó como una melodía bien afinada. Y lo más bonito es que uno no quería que terminara. Cada minuto sabía a poco. Cada copa pedía otra. Cada bocado abría la puerta al siguiente.
Cuando se vive una experiencia igual, uno no quiere que se acabe. Y si se acaba, solo puede pensar en volver. Volver con calma. Volver con alguien a quien quieres. Volver con tu gente. Porque este Caladero no es solo un restaurante: es un puerto seguro donde echar el ancla, detener el tiempo y dejarse llevar por el vino, la cocina... y, sobre todo, por un equipo humano que te abraza con lo que hace.

Y antes de cerrar, permíteme una mención muy especial. Las imágenes que acompañan este artículo llevan la mirada —y el corazón— de un gran amigo y referente andaluz: Pepelu Martínez. Pepelu no es fotógrafo, aunque hace las fotos con su móvil con la misma pasión con la que un artista pinta con la luz. Pepelu es mucho más. Es el gran divulgador gastronómico de Andalucía, el creador del blog Gastronomía y Moda, y uno de esos imprescindibles que siempre están cuando la gastronomía llama.
Lo verás en cada evento importante, siempre atento, siempre elegante, siempre sumando. Y si aún no conoces su trabajo, te invito a seguirlo muy de cerca, porque en breve podremos leer también su crónica personal de esta experiencia en el Caladero a través de su blog, Gastronomía y Moda.
En esta tierra del sur decimos que cuando nació Pepelu, el molde se rompió. Porque de lo grande, de lo bueno y de lo humilde... no se hacen dos. Gracias, amigo, por estar siempre.
Volveremos al Caladero. Lo sé. Porque lo que emociona... queda para siempre.
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