Lunes 29 de Septiembre de 2025
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"Junto al mar vive la mujer de la viña, hacedora de vino; Siduri se sienta en el jardín a la orilla del mar, con la copa de oro y las vasijas de oro que los dioses le dieron".
Así se refiere la Epopeya de Gilgamesh —uno de los relatos más antiguos de los que se tiene registro— al mítico Huerto de Siduri, un lugar junto al mar donde la tabernera divina habita entre viñas y jardines. Este espacio simboliza la civilización y el placer, funcionando como un umbral entre lo humano y lo divino. Allí, el vino aparece descrito como un vehículo hacia la vida eterna, nada menos que mil años antes de que la Biblia lo evocara con un sentido espiritual. Esa vida eterna es, precisamente, la obsesión que persigue Gilgamesh a lo largo de la epopeya.
Como toda leyenda, encierra un fondo de realidad. Algunos investigadores han tratado de ubicar el Huerto de Siduri en un lugar tangible. El relato habla de "un jardín de viñas y oro en los confines del mundo", lo que para muchos evoca las costas del Mediterráneo oriental (Fenicia/Líbano), donde efectivamente existía una antiquísima tradición vitivinícola.
La antigua Canaán, tierra de los fenicios, considerada por muchos la cuna del vino, fue una civilización marítima y comercial que difundió su cultura por todo el Mediterráneo. Precursores de la viticultura y la enología, llevaron esta pasión por la "bebida de la vida eterna" desde Egipto hasta la Península Ibérica. Allí fundaron enclaves como Gadir (Cádiz) o Malaka (Málaga), que pronto se convirtieron en nodos estratégicos de almacenamiento y distribución de vino.
Esto nos muestra que, ya nueve siglos antes de nuestra era, los fenicios no solo dominaban las técnicas de cultivo, sino que también desarrollaron una notable capacidad logística para distribuir vino y crear nuevos centros de producción. La arqueología respalda esta visión: en Tell el-Burak se han hallado prensas de vino de la Edad de Hierro, las más antiguas de la región, un verdadero hito tecnológico. El vino viajaba en las célebres "jarras cananeas", que llegaron hasta Hispania. Incluso se considera que fue así como la uva monastrell (mourvèdre) se introdujo en España hacia el 500 a. C.
La tradición vinícola de la región alcanzó un nuevo esplendor con Roma. Emperadores como Augusto, Nerón y los Antoninos impulsaron la monumentalización de Baalbek —la antigua "Ciudad del Señor Baal"— en el fértil Valle de la Bekaa. Allí, sobre cimientos fenicios y helenísticos, se erigieron templos colosales dedicados a Júpiter, Baco y Venus, integrando el culto a la fertilidad, al vino y a lo divino.
Con el paso de los siglos, la dominación otomana llevó a la zona a un largo letargo en su tradición vinícola. No fue sino hasta el mandato francés, en el siglo XX, que esta herencia despertó con fuerza, devolviendo al Valle de la Bekaa su antigua vocación: ser tierra de viñas, vino y memoria eterna.
Entre 1975 y 1990 se produjo la Guerra Civil Libanesa, la cual para el vino tuvo un efecto profundamente paradójico.
Una guerra es siempre una catástrofe humana en la cual el precio más alto lo suelen pagar los más débiles. Sin embargo, esta guerra supuso una catálisis no intencionada para el vino libanés, ya que impuso una resiliencia forzada en el sector. El ejemplo que mejor describe esto es el de Serge Hochar, enólogo de Château Musar, quien arriesgó su vida para que las uvas pudieran viajar desde el Valle de Bekaa hasta Ghazir, donde se encontraba la bodega. Gracias a esto, logró embotellar todas las añadas de la guerra a excepción de la de 1976. Su valor, dedicación y pasión por el vino le valieron ser nombrado "Hombre del Año" por la revista Decanter en 1984.
De manera involuntaria, la exportación se convirtió en el escaparate que exhibiría el vino libanés en el mercado internacional. El Reino Unido se convirtió durante la guerra en una vía de escape que ofrecía a los productores libaneses rutas marítimas seguras y un canal comercial con infraestructura para importar productos en tiempos de guerra. Además, el Reino Unido, a diferencia de otros países europeos, ofrecía un mercado libre y abierto con gran influencia internacional. Esto convirtió lo que inicialmente era una estrategia de supervivencia en un éxito de marketing global.
Tras la guerra, inició el resurgimiento y la profesionalización del sector. Se invierte en tecnología, modernizando y elevando los estándares de calidad, lo cual permite al vino libanés no solo ser conocido a nivel internacional, sino también competir a ese nivel. Se consolida la escuela francesa con la adopción de variedades y técnicas de este país, las cuales habían ya enraizado desde la época del Mandato. Esto contribuye a que se genere un estilo propio y competitivo. En 1995, Líbano se adhiere a la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV) y en 1997, solo dos años después, se funda la Unión Vinícola Libanesa (UVL), cuya misión es proteger y promocionar la calidad del vino libanés.
El corazón del vino libanés se encuentra en el Valle de Bekaa, con unas 3.000 hectáreas dedicadas a la producción de vino y protegidas por las cordilleras del Líbano y el Antilíbano.
Los viñedos, situados a 1.000 metros sobre el nivel del mar y bajo un clima continental, se benefician de veranos cálidos y secos con noches frescas. Esta amplitud térmica permite una maduración lenta y una acidez equilibrada en las uvas, creando en esencia un Terroir muy especial (término francés que explica la sinergia entre tierra, clima y gente). Además del Valle de Bekaa, también podríamos resaltar Batroun y Jezzine, en las montañas del Monte Líbano, donde se cultiva la vid en altitudes de hasta 1.800 metros.
La cultura vinícola libanesa se sustenta sobre dos pilares. Por un lado, la herencia francesa ejerce su poder, sustentándose en variedades internacionales como Cabernet Sauvignon, Syrah, Cinsault, Chardonnay, Viognier y Sauvignon Blanc, con las que se produce la mayor parte de los vinos. En contraposición, tenemos la herencia local, que llevó al redescubrimiento de variedades endémicas como Obeidi y Merwah, tradicionalmente usadas para elaborar su bebida nacional, el Arak. Tradición y herencia colonial conviven en estos dos pilares, definiendo el carácter único del vino libanés.
En las últimas dos décadas, la industria vinícola libanesa ha pasado de 8 a más de 50 bodegas. Sin embargo, hoy enfrenta uno de sus mayores desafíos desde la guerra. Por un lado, la crisis económica y la devaluación de su moneda han disparado los costos de producción y dificultan enormemente la continuidad, al depender de la importación de bienes esenciales como botellas o corchos. Por otro lado, no es un secreto que la región es una de las zonas más "calientes" del planeta, no por su clima, sino por su inestabilidad política y social. La guerra dejó un sistema político fraccionado que, junto con la corrupción y la falta de servicios básicos como la electricidad, dificulta enormemente las operaciones comerciales.
Para terminar, me gustaría mencionar que el vino libanés es la mejor analogía de su pueblo: coraje y resiliencia. Es un constante recordatorio de que las guerras nunca terminan con una victoria para nadie, sino con una fragilidad perpetua. No obstante, no me cabe la menor duda de que, a pesar de estos retos, el ingenio y la resiliencia de los libaneses conseguirán seguir impulsando una industria vinícola que se mantiene como un símbolo de su rica historia y su capacidad para prosperar frente a la adversidad, tanto como viñateros como Pueblo.
¡Salud y buen vino!
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