La distancia parece llamarnos, nuestros sentidos son estimulados por lo exuberante y sublime de esta ciudad fortificada por las últimas mareas del atlántico. Los pasos se suceden maquinales, suaves como la torsión que nos abre a la visión del azul oscuro pero voluptuoso. La brisa acaricia nuestra mirada y, del parpadeo al regreso, la fresca fragancia nos invade solícita, obstinada y etérea. Sólo la arena cae, tan débil como el fragor con que besa nuestra piel, en tanto que la marcha enfrenta al furtivo leviatán que, en invasión social y sin resignarse a las ondas de la lejanía, transfigura la inmensidad de su elemento en vagón de paseantes, en vehiculo de las ilusiones de una mañana claro y airosa o de un atardecer crepuscular. Al choque de sentidos nuestro paso se muestra implacable y determinado para que así, ataviado con la uniforme balaustrada, nos conduzca a la Torre de Hércules: la atalaya romana y símbolo emblemático de la ciudad.
Acercándonos a ella, nos irradia un respirar tranquilo y solemne, como avezándonos a su remanso, para que, bien desde su pedestal, bien desde donde nace el abnegado fulgor de su llamada, podamos avistar, en elevación espiritual, la majestuosidad atlántica que nos llena con su hechizo, volviéndonos así hacia el camino de este contorno inolvidable y, sobre él, arrimar nuestro paso hacia otros tiempos. Ahora un ciclista pasa adelante y de frente nos cruzamos con una patinadora; un pequeño yorkshire de espeso pelaje nos ladra dos veces, sujeto por la correa que tensa una chiquilla, acompañada por una pareja que rezuma felicidad. Es como si hubiésemos salido de un placentero embotamiento. Ahora podemos advertir un emplazamiento portuario, con sus pequeñas embarcaciones y fastuosos yates, seguido de la gran torre de control marítimo. A la derecha nos encontramos con fornidos muros que denotan el carácter bélico de la ciudad en el pasado y su actual talante estructural; a la izquierda, como un islote vecino a la ciudad, el Castillo de San Antón: fortificación medieval en buen estado de conservación y actual museo arqueológico de la ciudad, donde a través de sus muros, y entre sus cañones y reliquias, podremos transportarnos al pasado crucial de A Coruña.

Homenaje de Pinto & Chinto al faro coruñés
Si de contemplación e interacción se tratase y sin abandonar la excelsa maravilla marítima que perfila la ciudad, podemos dar un paso más allá optando por la amplia oferta cultural de A Coruña y hacer extensible este arrobamiento a una nueva dimensión. Entre sus museos nos llama poderosamente la atención el gran abanico científico que se abre ante nosotros al visitar la Casa de las Ciencias, en cuya parte superior podremos observar cualquier punto del universo desde su bóveda planetaria, o la Casa del Hombre, más conocida como La Domus, cuya construcción en un alarde de modernismo arquitectónico, luce una gran fachada curvada que parapeta la zona de los impetuosos vientos llegados a este magnífico litoral atlántico, y donde, penetrando en su interior, aprenderemos más sobre nosotros mismos de un modo interactivo. Pero si un museo científico no podría faltar en la ciudad, ese sería sin duda el que responde, mejor que ningún otro, al mundo de la fauna marina y a la esencia biológica de los océanos: La Casa de los Peces, también llamada Aquarium Finisterrae. Al igual que La Domus se encuentra en los aledaños de la Torre de Hércules y en las cercanías del Castillo de San Antón, configurando así un enclave imprescindible; una amalgama de historia, ciencia y naturaleza, digno de visitar por todo amante del turismo en la Costa.