VINO Y FÚTBOL vs CERVEZA Y RUGBY

Jueves 04 de Abril de 2019

Una cata deportiva. Un derby con sabor.

Un célebre aforismo perdido ya en la memoria de los viejos aficionados consideraba el rugby como un deporte de villanos jugado por caballeros, mientras que el fútbol se significaba por ser un deporte noble practicado por truhanes. Frente al origen tosco y popular del primero, el deporte rey tuvo desde sus inicios un ascendiente mucho más ilustre. Pero eran otros tiempos. Muy, muy lejanos. Cambió la sociedad y con ella mudaron los hábitos y las costumbres. El deporte derivó en un lucrativo negocio y el juego se transformó en un espectáculo mediático. Se renovaron las modas y se reciclaron los gustos, pero en esencia, aunque sólo perviva aquel simbolismo originario, aquellas sentencias consuetudinarias aún mantienen cierta vigencia.

Aquel proverbio deportivo bien podría aplicarse al culto del vino y la cerveza. Los anales de la antigüedad ya constataban que el vino era considerado como la bebida de las élites mientras que la cerveza se degradaba a una condición menos distinguida. Con temeraria audacia me lanzo a escribir esta crónica lúdica siempre sujeta a querencias incondicionales, a interpretaciones interesadas o a polémicas inspiradoras. Se podría discutir cuál de estos elixires tiene el honor de figurar como el más antiguo en la historia de la humanidad. Controvertido asunto cuya querella nos llevaría a otros derroteros que nada aporta al asunto en cuestión. Se plantea un debate subversivo, provocador, encendido... trufado de ingredientes que acompañen al placer de saborear esas sensaciones y emociones que sólo nos producen nuestras pasiones más atávicas. Fútbol y vino, rugby y cerveza, comparten interesantes semejanzas y curiosas paradojas que nos invitan a degustar esta insolente cata narrativa.

Es obvio que no es lo mismo beber que ingerir. Cuestionar esta primera apreciación nos conduciría a debates estériles. Es la afición por estos néctares exquisitos la que nos lleva a confrontarlos con los arcanos axiomas deportivos. ¿Es hoy la cerveza un brebaje mundano destinado a gustos refinados? ¿Se ha convertido el vino en un alimento selecto predestinado a paladares gentiles? Cualquier ciudadano curioso que decidiese investigar el asunto de marras sin prejuicio impostado y con juicio razonable, debería iniciar sus pesquisas visitando ese elenco de templos sagrados (bares, mesones, restaurantes, fondas, tabernas, tascas, bodegas, cantinas, figones...) y santuarios laicos (pubs, discotecas, cabarets, boîtes, salas de fiesta, cafeterías, coctelerías...) donde los sacros licores actúan como intérpretes sociales en nuestras relaciones de convivencia o de connivencia. Ese fedatario de la actualidad comprobaría que los jóvenes apuestan abrumadoramente por el zumo de cebada siendo sin duda la más consumida. No deriva de una cuestión social, ni siquiera de una educación formal. Pero como en el rugby, la cerveza iguala las diferencias conformando un equipo multidisciplinar en el que todos tiene cabida: altos, bajos, gordos, delgados, guapos, feos, hábiles, bisoños, diestros, zurdos, ágiles, torpes... Hombres y mujeres, damas y caballeros, que participan por igual de esta convención social que conlleva un ritual obligado. La cerveza exige una liturgia menos ortodoxa que el vino, pero tiene sus propias reglas de juego. Aunque más laxas y sin un protocolo obligado, seducen por su cercanía. Permite un formato muy variado (caña, corto, doble, pinta, botellín, tercio, lata...), dentro de una elección menos selectiva (rubia, tostada o negra). La cerveza invita a compartir y exige siempre una última ronda. Se consume en compañía y su ingesta reclama sorbos sobrios que empapen los labios con una espuma delatora. Quienes se decantan por ese líquido ámbar que amarga el gusto, pero endulza el carácter, empatizan con sus semejantes sin importar raza, sexo o condición. En el rugby, tanto en el deporte amateur como en el profesional, tras finalizar el partido aún es costumbre celebrar lo que se denomina el tercer tiempo; una ceremonia festiva en el que ambos equipos confraternizan al calor de infinitas pintas de cerveza. Representa una cultura de camaradería poco habitual en estos tiempos. Es ese otro partido, donde la acción deja paso a la afición elevando a la cerveza como la gran protagonista de ese encuentro oficioso. El campo de juego se traslada a la barra de un bar donde los cánticos y el parlamento se tornan en himnos de hermanamiento. Ese ambiente de mágica complicidad solo puede oficiarse con una bebida como la cerveza. La razón es simple. No se debe sólo a la tradición, que también, sino a esa cultura popular en torno a la cerveza que aglutina ese componente tribal que no consiguen transmitir otras bebidas.

El vino en cambio, como el fútbol, deviene de orígenes menos profanos. Es en esencia elitista lo que le concede un aire distinguido, aunque no por ello superior. Singular, que no exclusivo. Para su consideración se requiere una dosis extra de aptitud... y de actitud. Nada tiene que ver el nivel amateur del profesional. Un océano desconocido se interpone entre ambas orillas. Mas quien emprende esa travesía de iniciación descubre sensaciones que ninguna otra afición es capaz de transmitir. Sin embargo, para poder competir en las grandes ligas profesionales es necesario cierto nivel adquisitivo. Es cierto que hoy en día existen otras divisiones intermedias que ofrecen una calidad excepcional, pero no podemos obviar que el mundo del vino, como en el deporte rey, existen escalafones, grados y jerarquías. Para acceder a ese olimpo profesional es necesario además una instrucción sacrificada, un entrenamiento riguroso y un aprendizaje paciente, donde la preparación previa condicionará el comportamiento futuro. Fútbol y vino, tienen un componente ególatra e individualista que no se da en otros ámbitos. Las diferentes personalidades que conforman esta selección natural producen resultados absolutamente originales. Pero cabe preguntarse si toda esa industria, cada vez menos artesana, aunque más profesional, es extensible a todo el firmamento vinícola. Se dan ciertas contradicciones. Veamos... Beber no siempre conlleva degustar. Existe un ámbito aficionado y otro para la excelencia. Lo cierto es que para educar el paladar a las diferentes gradaciones que nos provoca el vino son necesarios años de entrenamiento sensitivo hasta que uno aprende a saborear sus esencias. Requiere tiempo y constancia, pues tarda en provocarnos esos efectos placenteros. El vino sabe mejor en compañía, pero admite también el disfrute en soledad. Curiosamente, cuánto más digno es el vino, menos son los invitados a su cata. Conviene recordar que el genuino goce de sentir los efluvios de esta ambrosía terrenal, obliga a un consumo moderado, que no frugal. Los vinos blancos, bebidos con deleite, para disfrutar entre risas y alegrías con adictos a la causa o con amigos de ocasión. Los vinos tintos, degustados con templanza, para compartirlos con nuestras gentes excitando diálogos inteligentes y conversaciones profundas. Aunque exista una excepción a la regla del sentido común. El champán, del que hay que beber mucho y del bueno... porque invita a hacer locuras.

Volviendo a nuestro notario de la actualidad, su observación minuciosa constataría que, pasado el Rubicón de los cuarenta, hombres y mujeres tienden a relegar al banquillo su afición cervecera en beneficio del vino. Una evolución natural que no significa necesariamente una devoción incondicional. Aunque hay también un sector joven, una hinchada cada vez más ruidosa y atrevida, que empieza a cosechar sus propias añadas de manera más selectiva y exigente. En cualquier caso, el perfil del consumidor medio delata un poso de veteranía innegable. Esta pauta, no obstante, se quiebra cuando el envite se juega en torno a un mantel. Comidas, cenas, almuerzos, pinchos, celebraciones... donde el convite se riega obligatoriamente con caldos, independientemente de la condición de los comensales. Toda bebida ajena al vino, que ha de solicitarse de manera casi clandestina, tendrá siempre la consideración de lujo innecesario.

La esencia del rugby condensa una contradicción aparente. Requiere avanzar hacia campo contrario sorteando rivales pasando el balón de mano en mano, siempre hacia atrás. Una danza tribal que pudiera parecer contra natura y que sin embargo se convierte en una coreografía artística perfectamente coordinada. Como aquel que, pidiendo una ronda de cervezas, va esquivando clientes hasta llegar a la barra del bar. Y sin más terreno que ganar, va pasando las pintas a esos compañeros que escoltan su avance desde la retaguardia, dando el medio pecho al respetable, aunque sin perder nunca de vista su campo de acción. Luego llega la mêlée. Una conjunción de fuerza y vigor donde ambos equipos pugnan por un balón que yace huérfano en el suelo. Una lucha ruda pero noble en el que chocan hombros amigos en una gallarda batalla con el objetivo de ganar cancha al adversario. Los brindis con cerveza se asemejan a esas melés en el que las consumiciones se chocan con enérgica bizarría sin temor a resquebrajar ese círculo mágico de connivencia en torno a un terreno regado con el ímpetu de esa batalla fraternal. El momento cumbre llega cuando un jugador deposita con sus manos el balón tras la línea de gol del equipo contrario, ejecutando una épica atlética para lograr un ensayo redentor. De la misma forma que un cliente golpea su jarra contra el mostrador tras haber saciado el líquido elixir de un trago glorioso. El tanto conlleva un golpe de castigo o una última ronda, que no siempre se consuma con éxito.

El fútbol en cambio demanda otro ritmo diferente. Se sirve de otras maneras más sutiles. Profundidad, espacios libres, improvisación... un dominio del juego que lleve aparejado precisión, toque y sutileza. Y es en el gol, cuando toda esa elaboración previa concluye con éxito, donde se refleja la actitud del protagonista. La celebración del tanto evidencia ese componente vanidoso y engreído que curiosamente genera una empatía colectiva. Lo mismo que ocurre con los vinos o los cavas, que precisan olfato y finura para sorprender. Y es curiosamente, en ese instante previo a su cata, cuando se escenifica esa parafernalia ritual, donde se perciben esos paralelismos balompédicos. El vino es también individualista, aunque necesita de una compañía cómplice para su prestigio. Los vinos se piden tras una reflexión obligada. Permite la sugerencia de otros y se particulariza para cada consumidor. El brindis, a su vez, exige templanza, armonía y contención. Admite discursos previos, miradas furtivas, gestos de complicidad, invitaciones tácitas e incluso proposiciones indiscretas. Pero no invita a celebraciones impulsivas ni compulsivas, porque rompe ese vínculo intimista. El rugby, como la cerveza, es un ejercicio que requiere contacto, aproximación y cierta conexión tribal. El vino, como el fútbol, demanda en cambio tacto, discreción y cierta reserva.

Como nada es permanente, y más en estos tiempos en que todo cambia de forma vertiginosa, deberíamos preguntarnos, tal como entonces lo hicieron aquellos viejos aficionados, si hoy día es la cerveza un néctar divino consumido por la canalla o es el vino una pócima terrenal reservada a gustos refinados. Tal vez la evolución nos haya llevado a mutar nuestros gustos y a mudar nuestras costumbres. Quién sabe si la revolución tecnológica nos llevará a olvidar las esencias de antaño y los que antes se hacían llamar artesanos en el futuro serán meros alquimistas. O quizás haya que regresar a los clásicos, y recordar las palabras del gran Humphrey Bogart: "El mundo entero tiene más o menos tres vasos de vino de retraso." Y además, una ronda de cervezas pendiente.

José María González de Diego

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