La uva manda

Roberto Beiro

La variedad de uva define la identidad y el futuro del vino mundial

En el universo del vino, la variedad de uva es el punto de partida para cualquier aproximación seria a la identidad y el carácter de cada botella. Desde los albores de la viticultura, la elección de la vid ha determinado no solo los perfiles aromáticos y gustativos de los vinos, sino también su papel en las culturas, las economías y la historia de los territorios donde se cultiva. La especie Vitis vinifera, originaria del entorno mediterráneo y de Asia Central, es la columna vertebral de la producción de vinos de calidad en todo el mundo. Sus características químicas, especialmente la proporción equilibrada de azúcares, ácidos y compuestos fenólicos, hacen que sea insustituible para la elaboración de vinos estables, complejos y longevos. La selección y propagación de clones de vinifera a lo largo de siglos han dado lugar a una diversidad de cepas, cada una con sus peculiaridades y afinidades territoriales.

Sin embargo, la historia moderna del viñedo europeo está marcada por la llegada de la filoxera, una plaga traída desde América del Norte en el siglo XIX, que arrasó con gran parte de los viñedos del continente. La solución, que permitió la recuperación de la industria, fue el injerto de las variedades europeas de vinifera sobre patrones americanos, como Vitis riparia y Vitis labrusca, resistentes a la plaga. Desde entonces, casi toda la producción mundial de vino de calidad se apoya en esta combinación de raíces y parte aérea, que es fundamental para la viticultura contemporánea.

Más allá de la vinifera, existen especies americanas como la mencionada labrusca, la rotundifolia y la aestivalis, que se emplean principalmente en la elaboración de vinos de mesa y productos no fermentados, como zumos y jaleas, y han servido para el desarrollo de híbridos resistentes a enfermedades y climas extremos. Estos híbridos son especialmente relevantes en zonas del norte de Europa y de América del Norte, donde las condiciones ambientales dificultan el cultivo de vinifera pura. La constante investigación en nuevas variedades e híbridos, buscando resistencia, adaptación y diversidad, está tomando cada vez mayor protagonismo frente a las amenazas del cambio climático y las limitaciones hídricas.

El catálogo mundial de variedades de uva es muy extenso, pero unas pocas concentran la mayoría de la superficie cultivada. La Cabernet Sauvignon, procedente de Burdeos, es la tinta más plantada para vino de calidad y ha conquistado viñedos desde California hasta China y Chile, gracias a su capacidad para ofrecer estructura, longevidad y un perfil fácilmente reconocible. Merlot, también originaria de Burdeos, es preferida por su textura sedosa y su capacidad de maduración temprana, lo que la hace idónea para climas ligeramente más fríos o como elemento suavizante en coupages.

En el ámbito de las uvas blancas, la Chardonnay ha demostrado ser una de las más versátiles, capaz de ofrecer desde vinos ligeros y minerales en Chablis, hasta expresiones opulentas y ricas en California o Australia. Por otro lado, la Airén, desconocida fuera de España, ocupa una gran superficie en Castilla-La Mancha, siendo durante décadas la base de la destilación para brandy y la elaboración de vinos blancos a granel, aunque hoy se están recuperando viejos viñedos y técnicas de vinificación que ponen en valor su potencial para blancos frescos y con personalidad.

La Tempranillo, autóctona de España, es la base de los grandes vinos de Rioja y Ribera del Duero. Su polivalencia y capacidad de envejecimiento la han convertido en el eje de la identidad vinícola española, con nombres regionales como Tinta del País, Tinta de Toro o Cencibel. En el caso de la Garnacha, su origen en Aragón y su expansión por toda la cuenca mediterránea la han hecho pieza clave en vinos de alta graduación y cuerpo, tanto en mezclas como en monovarietales.

En Francia, la Pinot Noir domina la Borgoña y juega un papel esencial en Champaña. De difícil cultivo, es célebre por su capacidad de reflejar el terruño con precisión y por ofrecer vinos de gran finura, con una gama aromática que va de la fruta roja a los matices terrosos tras la guarda. En el Valle del Ródano, la Syrah produce tintos especiados y estructurados en el norte y, bajo el nombre de Shiraz, protagoniza los tintos potentes y frutales del sur de Australia.

Italia, por su parte, cuenta con una riqueza varietal muy notable. La Sangiovese es el alma de la Toscana, utilizada en denominaciones como Chianti y Brunello di Montalcino. Es una variedad exigente, de acidez marcada y taninos firmes, capaz de largos envejecimientos y de transmitir fielmente las diferencias de suelo y clima. El Nebbiolo, la uva de Barolo y Barbaresco, aporta vinos pálidos de gran intensidad aromática, firmes y longevos, considerados entre los más complejos del mundo.

El desarrollo de la viticultura en el Nuevo Mundo ha propiciado la adaptación de variedades europeas a nuevas condiciones. El Malbec, que en Francia ocupaba un papel secundario, se ha convertido en la uva emblema de Argentina, especialmente en Mendoza, donde produce tintos intensos y amables, apreciados internacionalmente. La Carménère, casi desaparecida en Burdeos, fue identificada en Chile, donde se cultiva con éxito y ha hallado una identidad propia. La Zinfandel, asociada a California, tiene un origen croata y es conocida por su fruta intensa y su capacidad para generar vinos de muy alto grado alcohólico.

En cuanto a variedades blancas, la Sauvignon Blanc, originaria de Burdeos y el Loira, es célebre por su perfil aromático herbáceo y su acidez punzante, que le permite destacar tanto en vinos secos como en mezclas para vinos dulces de podredumbre noble. El Riesling, con sus raíces en Alemania, es insustituible en climas fríos, donde se vinifica en una gama de estilos que abarca desde los secos más minerales hasta los dulces de vendimia tardía o afectados por botrytis. Su capacidad de guarda y la evolución de sus aromas con el tiempo la han convertido en una variedad de culto para muchos aficionados.

En el noroeste de la Península Ibérica, el Albariño ha ganado prestigio por su perfil fresco y aromático, adaptado al clima húmedo de las Rías Baixas. Su piel gruesa permite resistir enfermedades y humedad, y sus vinos, de acidez viva y matiz salino, han logrado reconocimiento internacional. En Castilla y León, la Verdejo define los blancos de Rueda, conocidos por su intensidad aromática y su perfil ligeramente amargo en el final de boca, que los hace singulares.

Otras variedades blancas, como la Chenin Blanc, originaria del Loira pero ampliamente cultivada en Sudáfrica, se caracterizan por su extraordinaria versatilidad y capacidad para elaborar desde vinos espumosos hasta dulces intensos. La Pinot Grigio, especialmente asociada al noreste de Italia, ofrece un perfil ligero y fresco que ha conquistado mercados internacionales, mientras que su gemela francesa, Pinot Gris, da lugar en Alsacia a blancos más untuosos y especiados.

A pesar de que las uvas internacionales concentran gran parte de la atención y la superficie plantada, existe una tendencia clara a recuperar variedades autóctonas o minoritarias, muchas de ellas adaptadas a microclimas o suelos específicos y portadoras de una identidad local muy marcada. En España, cepas como la Mencía en El Bierzo o la Bobal en Utiel-Requena han pasado de ser relegadas a la producción de vino a granel, a convertirse en protagonistas de elaboraciones modernas, frescas y con proyección internacional. El redescubrimiento de estas uvas es posible gracias a la labor de viticultores y enólogos que apuestan por prácticas más sostenibles y un mayor respeto por la biodiversidad genética del viñedo.

El terruño es, junto a la variedad, el segundo pilar fundamental de la identidad del vino. El clima determina la velocidad de maduración, la acumulación de azúcar y la preservación de la acidez. El suelo aporta nutrientes y minerales, pero también regula el drenaje y la disponibilidad de agua, forzando a la vid a profundizar sus raíces y limitando su vigor, lo que a menudo resulta en una mayor concentración de la uva. La altitud y la exposición solar modifican la intensidad de la luz, la amplitud térmica y la protección frente a heladas o vientos secos. Finalmente, la mano del hombre, con sus decisiones sobre portainjertos, densidad de plantación, técnicas de poda y manejo del suelo, completa el triángulo que define el carácter de cada vino.

La decisión de elaborar un vino monovarietal o recurrir al coupage es otra variable esencial. En zonas donde el terruño ofrece una expresión nítida y consistente, como en Borgoña, la apuesta suele ser por la pureza varietal, permitiendo que la uva muestre su carácter en el entorno más favorable. Por el contrario, en regiones donde las condiciones pueden variar más de año en año, como Burdeos o Rioja, la mezcla de variedades aporta equilibrio, complejidad y una mayor seguridad frente a imprevistos meteorológicos.

El coupage tradicional de Burdeos combina la estructura y el tanino de la Cabernet Sauvignon con la suavidad de la Merlot y la finura aromática de la Cabernet Franc, ajustando las proporciones según la añada. En Rioja, la Tempranillo aporta columna vertebral y capacidad de guarda, la Garnacha suma cuerpo y alcohol, el Mazuelo refuerza el color y el Graciano intensifica los aromas. En el sur del Ródano, la combinación de Garnacha, Syrah y Mourvèdre permite elaborar tintos complejos y robustos, capaces de evolucionar durante décadas.

El auge de los vinos del Nuevo Mundo ha propiciado la difusión de técnicas y variedades más allá de sus regiones de origen, generando un intercambio de experiencias y estilos que ha enriquecido la oferta mundial. Al mismo tiempo, la presión del cambio climático está impulsando la búsqueda de variedades más adaptadas a las nuevas condiciones, la revalorización de viejos clones resistentes y la experimentación con portainjertos y técnicas de manejo que aseguren la viabilidad del viñedo en el futuro.

El escenario actual de la viticultura es, por tanto, un mosaico en constante transformación, donde la tradición convive con la innovación, y la diversidad genética es reconocida como un valor estratégico frente a los problemas y la demanda de consumidores cada vez más informados. Las variedades de uva, lejos de ser una simple cuestión de genética o geografía, se han convertido en la narrativa central del vino, un hilo conductor que enlaza pasado, presente y futuro en cada copa. El conocimiento profundo de las cepas y su relación con el entorno es la base para comprender y disfrutar la complejidad y la riqueza del vino en todas sus expresiones.