El vino nació para ser disfrutado

Concursos, planillas y... disfrutar el vino, sin tantas vueltas

Mariana Gil Juncal

Martes 14 de Mayo de 2019

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Hace algunos meses atrás visité Chilecito, en La Rioja (Argentina), para sumarme a la gran noche de gala del vino del noroeste y del Torrontés Riojano, ya que allí se celebra desde hace doce años EVINOR, la Evaluación de los Vinos del Noroeste, y desde hace dos años se sumó también el Concurso Nacional del Torrontés Riojano.

Más de 500 invitados, copa degustación para cada comensal y una "planilla de evaluación" ("ficha de cata", en España) sobre la mesa para «evaluar» los doce vinos seleccionados por el jurado. Como sumiller, las catas y las planillas son moneda corriente, pero a mi lado tenía algunos invitados que era la primera vez que se encontraban ante semejante puesta en escena a la que se sumaba un boli, algunas hojas en blanco y un recipiente plástico que bien podría parecer un pote de helado que muchos jamás usaron en toda la velada: el spitter para escupir el vino. Sé que leer o pronunciar la palabra escupir puede sonar de muy mala educación pero les juro que cuando uno está en una cata y degusta más de 20 o 30 vinos en un par de horas si no usamos los spitters para escupir el vino sería imposible salir caminando en línea recta.

Pero volvamos a la majestuosa puesta en escena del concurso, ya que con todo esto de escupir el vino todavía no hemos llegado a presentar como corresponde a nuestra querida y temeraria amiga: la planilla de evaluación. Y aquí, también sé que aunque ya no seamos unos críos en edad escolar cada vez que alguien pronuncia la palabra evaluación uno mágicamente se traslada a esos pequeños pupitres de madera en los que tantas veces fuimos evaluados por tantísimos profesores. Es por eso que me atrevo a afirmar que muchas veces en los catadores aficionados las planillas de cata o evaluación pueden causar casi hasta paros cardíacos por ese viaje emocional hacia las épocas escolares.

En fin, nuestra querida amiga por más amigable pueda parecer siempre se presenta con varios casilleros que muchos no tienen idea con qué deben ser completados. En este caso la planilla era bastante simple ya que no era una cata a ciegas (es decir, cada muestra de vino era presentada con su variedad de uva, su provincia de origen, su marca comercial y su bodega de elaboración). Eso sí, al lado de cada uno de los vinos teníamos seis cuadraditos para completar: vista, olor (yo siempre prefiero la palabra aroma ya que muchas veces la palabra olor la podemos relacionar con aromas poco agradables), gusto, armonía y un anteúltimo casillero para ubicar la puntuación total junto a los comentarios adicionales que queramos apuntar. Vale aclarar que para ayudar u orientar a los invitados la planilla sugería puntuar de cero a diez puntos la vista; de cero a veinte puntos el aroma; de cero a cuarenta puntos el gusto y de cero a treinta puntos la armonía. Según lo que cada uno aprecie un vino técnicamente correcto debería superar los 60 puntos y un vino que además de correcto nos invite a un viaje de sensaciones de color, aroma y sabor debería superar ampliamente los 80 puntos.

La mesa estaba dispuesta y los vinos estaban por llegar cuando vislumbré algunos rostros de miedo, así que junto a un colega me propuse distender la velada para que todos traten de olvidar la planilla y la puntuación y se sumerjan en lo más apasionante que tiene el mundo del vino: el disfrute. Así fueron llegando los vinos presentados por distintos miembros del jurado que con palabras sencillas y amenas afortunadamente democratizaron el vino y, con ello, el placer de disfrutarlo.

Pero ella seguía ahí, tratando de intimidarlos. Cuando algunos lograban relajarse en los frescos aromas del Torrontés o en las notas herbales y piracínicas de los fabulosos Cabernet Sauvignon del norte de la Argentina, otros sujetaban el boli mirando hacia un lejano horizonte, como cuando un profesor en el instituto nos hacía esa pregunta difícil que habíamos escuchado la respuesta pero que era casi imposible de reproducir o recordar. Aunque la planilla no debíamos entregarla, ella nos invitaba de alguna forma a ponernos solemnes. En un momento, uno de los miembros del jurado presentó una de las muestras, compartió la puntuación del jurado y la propia, que superaba ampliamente los 90 puntos. Con semejante preludio, todos podíamos intuir que se trataba de un vinazo. Escuchaba atentamente la descripción del vino, cuando por el rabillo del ojo pude ver cómo alguien a mi lado tapaba con vergüenza su planilla de cata. Ahí no más le pregunté: ¿te gustó el vino? No me respondía. Me miraba fijamente mientras su mano escondía su veredicto. «Yo no entiendo nada, no me dio como al jurado». Y ahí no más le compartí una de las frases que me marcó desde siempre: «el mejor vino es el que más te gusta». Sonrió tan profundamente, que sentí cómo en esa sonrisa se liberaba toda esa carga que había venido acumulando hacía varias copas. Lentamente movió su mano, destapó la planilla y bebió un sorbo de vino. Volvió a sonreír y esta vez a disfrutar el vino, sin tantas vueltas.

Mariana Gil Juncal
Licenciada en comunicación social, periodista y sumiller.
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