Maletas de fe y caminos de vino: crónica de una llegada imposible a los premios AEPEV

Fran Leon Mora

Lunes 28 de Abril de 2025

“Entre pérdidas, milagros y viñedos eternos: así fue mi travesía hacia el corazón de Castilla-La Mancha”

"Entre pérdidas, milagros y viñedos eternos: así fue mi travesía hacia el corazón de Castilla-La Mancha."

A las 14:45 de aquel luminoso día, todo parecía bajo control.
Mensaje al grupo de WhatsApp de los compañeros de la AEPEV: "Me quedan quince minutos para llegar a Ciudad Real". La vida era bella.

Cinco minutos después, el destino comenzó a reírse de mí.

Recibo llamada urgente de nuestro querido presidente, José Luis Murcia. "¿Dónde estás, Fran?", me pregunta con tono de preocupación, o quizá de desesperación. Yo, inocente de mí, con la tranquilidad del que ha enviado hasta un correo electrónico formal, le contesto que estoy llegando.
Ah, pero el protocolo no se mueve a golpe de email, no. Se mueve a golpe de WhatsApp y emoticono. Y el autobús que debía recogerme en Ciudad Real... ya había salido sin mí. Sin mirar atrás. Como en las películas.

José Luis me informa que vuelven por mi como a por un hijo prodigo. Apurado, recojo mis bártulos, dispuesto a cumplir con mis responsabilidades. El AVE se detiene. Mi mente se activa. Salgo disparado de la estación, cual penitente buscando la salida al viacrucis.

A las 15:20, suena el teléfono:
—¿Dónde estás, Fran?
—¡Fuera! ¡Estoy fuera!
—Pero si no te vemos...

Me giro, busco señales, miro alrededor y leo un letrero que marca mi destino: "Puertollano".
No Ciudad Real. No Socuéllamos. No la gloria del vino. No. "Puertollano".

El golpe de realidad me cae encima como un botellazo de clarete.

Corro al punto de información. Pregunto como quien pregunta por su alma: ¿cómo llegar a Ciudad Real?
El tren que podía salvarme acaba de pasar. Se aleja de mí, indiferente, cruel.
El próximo, quién sabe cuándo.

Entre llamadas y mensajes, mis compañeros se movilizan como si estuvieran organizando un rescate en alta montaña. ¿Taxi? ¿BlaBlaCar? ¿Helicóptero? ¿Mandamos un grupo de búsqueda?

Yo pido silencio.
¡Silencio!
Como un capataz en la Madrugá sevillana:
—¡Silencio, por favor!

Necesito pensar. No soy periodista —aunque lo soñé en mis años de facultad—, pero sé que un hombre de prensa no se rinde ante las adversidades. ¡Al contrario! Se crece. Y en ese momento, recordé a mis viejos amigos: los autobuses de línea, las guaguas, los milagros de transporte público que todavía laten en las entrañas de España.

Con equipaje y fe en el corazón, me lanzo a la caminata. Como un peregrino buscando su santuario.

Llego a la estación de autobuses de Puertollano... cerrada.
No puede ser.

Enfrente, un autobús solitario, como un oasis en el desierto.
Corro —maletas al viento— y pregunto sin aliento:
—¿Cómo ir a Ciudad Real?

El conductor, con la calma de quien sabe que hoy va a ser parte de una historia, me responde:
—Salimos en cinco minutos.

La emoción me embriaga como un amontillado viejo, de esos que te abrazan el alma.
Subo los tres escalones del autobús sintiéndome en la cima del mundo. Rumbo a Ciudad Real.
Todavía no sabía que la aventura apenas comenzaba.

El autobús arrancó y, como si de un acto heroico se tratase, informé rápidamente por WhatsApp que mi viaje se reanudaba.
Pero en esas tierras manchegas, uno aprende que el tiempo corre a su propio ritmo. El destino, que parecía tan cercano, se iba alejando a golpe de parada. Cada pueblo era como una estación de penitencia de un rosario interminable: uno, dos, tres... ¿cuántas casillas más hasta Ciudad Real?

La desconexión era total.
Allí, en esas tierras de Dios que aún no ha bendecido con buena cobertura, viajaba yo. Como quien se monta en un vuelo transoceánico y empieza a borrar fotos antiguas del móvil para pasar el rato. Borrar mensajes. Borrar recuerdos.
Quizá —pensaba— no solo hacía falta liberar espacio en el móvil. También en la mente, en los deseos, en el corazón.

Finalmente, llegada a Ciudad Real.
Me planto en el punto de información como un parroquiano que espera su turno en misa mayor, deseando solo una cosa: encontrar camino a Socuéllamos o, en su defecto, a Tomelloso, donde un compañero de la AEPEV podría rescatarme.

Cuando por fin llega mi momento, con voz de niño pequeño suplicante, pido:
—Por favor... quiero ir a Socuéllamos.

Y como un ángel de la guarda, la empleada me anuncia:
—A las 17:00 sale en el andén 20.

Una bendición. Mi ruta estaba planificada.

Arrastrándome con las maletas y con un pepito de tortilla en el estómago a las 14h—y una Coca-Cola light para no engordar—, llego al bar de la estación y me pido una cerveza de triunfo. Esa cerveza sabía a gloria.
Anuncio al grupo que llegaría sobre las 18:30. Más tarde de lo previsto. Pero llegaría.

A las 17:00 en punto —como en un ángelus ferroviario—, me monto en el autobús hacia Socuéllamos.
Y ahí comienza otro viacrucis: un mar de paradas, pueblos que no sé nombrar, caminos interminables entre mares de viñedos, esos que producen el 60% de la uva de España.
Cada parada era una lección de vida. Cada viñedo, una postal silenciosa de la inmensidad de nuestro país vinícola.

Recordaba entonces cuánto debemos a esas tierras.
A esos hombres y mujeres que con su sudor y su vida han hecho grande a España a través del vino.
Entre viñas, pensamientos y silencios, dejo de borrar fotos. Prefiero grabar en mi memoria este instante de verdad.

Tras lo que parecieron siglos, el autobús se adentra por las calles de Socuéllamos.

No quiero que me recojan en la estación. Quiero caminar. Quiero llegar por mis propios medios, abrazar el santo, como se dice camiono a Santigo.

Pero el destino, siempre juguetón, me tiene preparada una última broma.

Y así, llego a la puerta del hotel.

Llamo al número de teléfono de recepción.
Y en apenas unos minutos, acude una amable recepcionista a socorrerme.
Respiro.
Pero cuando me atiende, me da la noticia inesperada:
—Lo siento, no hay habitaciones disponibles. Quizá su reserva esté en otro hotel.

La cabeza empieza a dar vueltas.
¿Tendré que volver a caminar? ¿Buscar otro alojamiento? ¿Empezar de nuevo?

Con el corazón encogido, recurro otra vez a la única herramienta infalible: el móvil.
Llamo a Ernesto Gallud, director gerente de AEPEV

Le informo, como quien anuncia la llegada a Ítaca después de años de travesía:
—Ernesto, ¡estoy en Socuéllamos! ¡He llegado! ¿Cuál es mi hotel?

Él, con voz de padre que calma a su hijo perdido, me responde:
—Tranquilo, Fran. Tu habitación está en ese hotel. Lo que pasa es que la llave la tengo yo.
—Dame unos minutos... te rescato.

La alegría me invade como un vino generoso.

La recepcionista, viendo mi cara de alivio, vuelve a preguntarme mi nombre, lo confirma, y me adelanta una llave provisional para poder subir a la habitación.

Por fin, tras el último pequeño esfuerzo, subo en el ascensor, dejo las maletas, me miro en el espejo —medio roto por la travesía—, y susurro:
"Estoy en Socuéllamos."

Ya sin peso, ya ligero, acompañado poco después por Ernesto entre risas y anécdotas de la aventura, llego al punto de encuentro, al campo 2, de nuestro viaje de prensa.

Allí, entre abrazos, sonrisas y alguna copa pendiente, entiendo que no era solo un viaje físico.
Había sido un viaje interior.
Un recordatorio de fe, de ilusión, de pasión.
Un homenaje silencioso a estas tierras manchegas, a sus gentes, a su historia, a su vino, que es su alma.

Quiero dar las gracias:

A las personas del transporte público, tanto ferroviario como de carretera, que todavía permite que uno viva aventuras inolvidables.A mis compañeros de la AEPEV, que me hicieron sentir protagonista de la anécdota de los premios AEPEV 2024.A la fe, esa fuerza silenciosa que mueve montañas... y también maletas perdidas.Y, sobre todo, a la vida, que aún permite que un soñador pueda perderse en Puertollano y contarlo después en estas líneas.

Porque sí: todavía podría estar sentado en aquel banco, frente a la estación vacía, esperando quién sabe qué.