Martes 23 de Septiembre de 2025
El mercado del vino en Estados Unidos está viviendo un año de cambios importantes debido a la política comercial y a las tendencias de consumo. El pasado 2 de abril, el presidente Donald Trump anunció una serie de aranceles bajo la orden ejecutiva “Liberation Day”, que afectaron a casi todas las importaciones, incluido el vino. Desde el 5 de abril, se aplica un arancel base del 10% a los productos importados, con un recargo adicional para ciertos países. En el caso del vino europeo, la Unión Europea pasó a soportar un arancel total del 30% (10% base más 20% adicional por reciprocidad comercial). Esta medida buscaba corregir desequilibrios comerciales, pero supuso un problema inmediato para importadores y consumidores estadounidenses.
En contraste, el vino canadiense quedó exento gracias al acuerdo USMCA. La mayoría de los vinos producidos íntegramente en Canadá pueden entrar en Estados Unidos sin aranceles desde el 5 de abril. México también disfruta de este trato para sus productos que cumplen los requisitos. Esto ha dado una ventaja competitiva a los vinos canadienses y mexicanos frente a los europeos.
Sin embargo, la situación cambió rápidamente. El 27 de julio, Estados Unidos y la Unión Europea anunciaron un acuerdo marco que modificó el régimen arancelario previsto. Desde el 1 de agosto, casi todos los productos europeos, incluido el vino, están sujetos a un arancel único del 15%, la mitad del que se había anunciado en primavera. Tanto Washington como Bruselas han mostrado interés en eliminar los aranceles sobre bebidas alcohólicas en futuras negociaciones, aunque por ahora el vino europeo sigue gravado con ese 15%.
Este cambio ha tenido efectos inmediatos en toda la cadena: importadores, distribuidores, productores nacionales y consumidores. Aunque se ha evitado el impacto de un arancel del 30%, el nuevo gravamen sigue encareciendo los vinos europeos. Por ejemplo, una botella al por mayor de 15 dólares procedente de Italia ahora paga un arancel de 2,25 dólares (frente a los 4,50 dólares previstos inicialmente), lo que eleva su precio final en tienda hasta unos 29 dólares tras los márgenes habituales de distribución y venta al público. Antes de los aranceles, esa misma botella costaba unos 24 dólares al consumidor.
El sector calcula que cerca del 72% del valor de las importaciones estadounidenses de vino procede de la Unión Europea. Incluso con el nuevo tipo reducido al 15%, esto puede suponer entre 750 millones y mil millones de dólares adicionales al año para la cadena estadounidense si se mantienen los volúmenes actuales.
La incertidumbre generada por los anuncios y cambios en los aranceles ha provocado interrupciones en la cadena de suministro. Muchos importadores paralizaron pedidos desde Europa durante el primer trimestre para evitar pagar tasas más altas. Ahora que hay claridad sobre el tipo definitivo, las compras se han reactivado, pero este parón podría provocar escasez puntual en algunos vinos populares durante el verano. Además, la urgencia por reponer inventario está elevando los costes logísticos y de transporte.
Para el consumidor estadounidense, esto significa subidas notables en los precios finales de muchos vinos europeos. Aunque no tan pronunciadas como se temía inicialmente, las alzas rondan entre un 15% y un 20%. Esto puede llevar a parte del público a buscar alternativas más asequibles: vinos nacionales o importaciones procedentes de países menos afectados por los aranceles, como Chile o Australia.
Los productores estadounidenses pueden beneficiarse parcialmente porque sus vinos resultan más competitivos frente a los europeos encarecidos por los impuestos aduaneros. Sin embargo, esta ventaja es limitada porque muchas bodegas nacionales dependen también de insumos importados (botellas, corchos o cápsulas) que ahora son más caros debido a los nuevos aranceles sobre vidrio y otros materiales procedentes principalmente de China y Europa. Se estima que estos sobrecostes pueden añadir entre 0,50 y 1 dólar por botella producida en Estados Unidos.
El sector distribución también está expuesto. Muchos grandes distribuidores estadounidenses obtienen buena parte de sus ingresos con marcas europeas; si caen las ventas por efecto precio o falta de producto, podrían verse obligados a reducir plantillas o reorganizar carteras, lo que afectaría indirectamente a las bodegas nacionales.
En cuanto al comercio exterior estadounidense, la Unión Europea es el principal destino internacional para los vinos producidos en Estados Unidos (alrededor de 1.200 millones de dólares anuales). Si Bruselas decidiera responder con medidas similares —algo que estuvo sobre la mesa antes del acuerdo marco— las exportaciones estadounidenses podrían verse seriamente afectadas. Por cada caída del 10% en volumen exportado hacia Europa se perderían unos 120 millones de dólares en ventas.
Ante este escenario incierto, algunas bodegas estadounidenses están redirigiendo parte de su producción hacia Canadá —donde siguen disfrutando de acceso preferente— o hacia mercados asiáticos como Japón o Corea del Sur.
Las estrategias comerciales también están cambiando: algunos importadores asumen parte del sobrecoste temporalmente para no perder cuota mientras dure la negociación política; otros ajustan sus catálogos priorizando referencias con mejor relación calidad-precio bajo el nuevo régimen fiscal; y tanto productores como distribuidores refuerzan campañas para promover el consumo local o buscar nuevas oportunidades fuera del canal tradicional.
En paralelo a estos cambios regulatorios y comerciales, persisten tendencias estructurales que ya venían marcando el mercado estadounidense: descenso generalizado del consumo (especialmente entre jóvenes), auge del vino blanco y espumoso frente al tinto tradicional, crecimiento moderado pero sostenido del segmento premium (vinos por encima de 30 dólares), e interés creciente por opciones bajas en alcohol o sin alcohol.
El informe anual “State of the US Wine Industry” señala que tras varios años consecutivos de caídas en volumen —hasta un 5% menos en 2024 respecto al año anterior— podría alcanzarse cierta estabilización hacia finales de este año si se logra ajustar inventarios y oferta a la demanda real.
La presión inflacionista y unos tipos de interés elevados han hecho que distribuidores y minoristas sean más cautos con sus compras; mientras tanto, las bodegas buscan fórmulas para reducir excedentes mediante promociones puntuales o reducción selectiva de producción futura.
En cuanto al perfil del consumidor estadounidense actual, destaca la fragmentación generacional: mientras los “boomers” siguen siendo fieles aunque reducen frecuencia e incrementan gasto medio por botella (sobre todo en gamas altas), millennials y generación Z muestran menor lealtad al vino frente a otras bebidas como cerveza artesanal o cócteles preparados; además valoran especialmente atributos como sostenibilidad ambiental o transparencia en etiquetado.
El auge del canal directo al consumidor (DTC) compensa parcialmente la debilidad del canal tradicional: aunque baja el volumen total enviado directamente desde bodega al cliente final respecto a años anteriores, sube el precio medio por botella vendida gracias a ofertas personalizadas y experiencias digitales asociadas (catas virtuales o clubes exclusivos).
Por último, la sostenibilidad ambiental gana peso tanto como argumento comercial como exigencia regulatoria: proliferan certificaciones ecológicas y prácticas agrícolas regenerativas; también crece la demanda —especialmente entre consumidores jóvenes— por envases ligeros o reciclables.
En resumen, el mercado estadounidense afronta una etapa marcada por ajustes regulatorios internacionales —con especial incidencia sobre las relaciones comerciales con Europa— pero también por cambios profundos en hábitos sociales y preferencias del consumidor local. Las empresas más ágiles están adaptando su oferta tanto en producto como en canales para sortear obstáculos temporales e identificar nuevas oportunidades dentro y fuera del país.