Álvaro Escribano
Viernes 19 de Septiembre de 2025
Madrid vive en 2025 un momento fascinante y contradictorio. Por un lado, la ciudad es un hervidero de creatividad culinaria, diversidad de propuestas y reconocimiento internacional. Por otro, enfrenta tensiones profundas que hacen tambalear la sostenibilidad de un modelo que no siempre parece estar construido para durar.
La gastronomía madrileña se ha convertido en un imán para visitantes y residentes. Hoy no sorprende encontrar una oferta que abarca desde la alta cocina de autor hasta pequeños locales de fusión internacional, pasando por tabernas reinventadas o conceptos desenfadados que buscan conquistar al comensal con experiencias más allá del plato. A esta vitalidad se suman los reconocimientos institucionales: ser Capital Europea de la Cultura Gastronómica 2024-2025 ha reforzado la visibilidad internacional y ha atraído inversión, turismo y congresos como Madrid Fusión, donde se discuten temas que ya trascienden la cocina —la sostenibilidad, la tecnología o la relación entre cultura y alimentación.
No se puede negar que el sector es hoy uno de los motores de la economía madrileña, con más de diez mil restaurantes abiertos y una aportación cercana al 9 % del PIB regional. La gastronomía genera empleo, impulsa barrios, atrae talento y coloca a Madrid en el mapa global de la innovación culinaria. La ciudad parece, a primera vista, imparable.
Sin embargo, bajo ese brillo se esconden realidades inquietantes. El cierre constante de restaurantes es un recordatorio de la fragilidad de muchos proyectos. Los alquileres desorbitados en las zonas más codiciadas, junto con los altos costes de materias primas, energía y personal, hacen que numerosos negocios nazcan condenados a una vida corta. Lo que a veces se presenta como una explosión de creatividad también puede ser un espejismo, donde lo estético y lo mediático pesan más que la solidez de un modelo de negocio o la conexión con lo local.
La falta de profesionales bien formados en hostelería y gestión añade otra capa de complejidad. La demanda de personal cualificado supera la oferta, y muchos proyectos se resienten porque no encuentran equipos preparados para los nuevos retos de la restauración. A esto se suma una creciente presión sobre el consumidor: la subida de precios hace que salir a cenar ya no sea un gesto cotidiano, sino un lujo cada vez más reservado, lo que amenaza con ampliar la brecha entre quienes pueden acceder a la diversidad gastronómica de Madrid y quienes se ven relegados a opciones más limitadas.
El futuro dependerá de si la ciudad sabe gestionar este equilibrio. No bastará con presumir de estrellas Michelin ni con abrir locales de moda. Harán falta políticas públicas que alivien la presión de los alquileres, incentivos para la formación de profesionales, apoyo a productores locales y una verdadera apuesta por la sostenibilidad. También será clave proteger la esencia popular de la gastronomía madrileña: los bares de barrio, las recetas de siempre, la vida cotidiana en torno a una mesa que no necesita escaparates internacionales para ser valiosa.
Madrid está en una encrucijada. Puede consolidarse como un modelo gastronómico de referencia, capaz de combinar innovación, tradición y sostenibilidad. O puede diluirse en una burbuja de aperturas fugaces, proyectos destinados más al escaparate que a la permanencia. La grandeza de una ciudad no se mide por cuántos restaurantes inaugura cada año, sino por cuántos de ellos logran mantenerse vivos, con alma, mucho después de que pase la moda.