Alberto Sanz Blanco
Miércoles 28 de Mayo de 2025
Ubicado en el corazón palpitante de Madrid, a escasos pasos de la vibrante Gran Vía, el Restaurante El Telón se encuentra discretamente instalado dentro del Hotel Índigo Madrid Gran Vía. Pero no se confunda: esto no es simplemente el comedor de un hotel. Es un escenario propio, con identidad y carácter, abierto tanto a los huéspedes que buscan algo más que un desayuno genérico como a los curiosos de paso, madrileños o extranjeros, que buscan una experiencia gastronómica auténtica y bien ejecutada. El Telón no hace distinciones: invita a todos a tomar asiento y dejarse llevar por su propuesta.
Antes de que llegue el primer plato, El Telón ya ha comenzado su función. El espacio —elegante, sobrio, con una estética minimalista marcada por líneas limpias y cortinas que evocan discretamente la teatralidad de su nombre— prepara al comensal para una experiencia cuidada desde el primer momento. No hay excesos visuales ni distracciones: aquí, todo apunta a la comodidad y al buen gusto. En escena, el equipo de sala actúa con precisión. En nuestra visita, Alex fue el maestro de ceremonias: servicial sin ser intrusivo, atento sin impostura, siempre dispuesto a resolver dudas con conocimiento y cercanía. Una atención que acompaña, no interrumpe, y que marca el tono de una velada bien dirigida.
La propuesta gastronómica se apoya en una base sólida: el producto. Carnes ibéricas, mariscos frescos y materias primas nacionales de primera se convierten en los protagonistas de una carta que rinde homenaje a la cocina mediterránea desde una óptica contemporánea. Las recetas beben de la tradición, sí, pero el lenguaje con el que se expresan —en técnica, presentación y equilibrio— se acerca sin complejos a los códigos de la alta cocina. El mérito es del chef Nico, cuya mano se nota en cada detalle del plato, sin alardes innecesarios. A esto se suma una oferta versátil: menú del día para el ritmo urbano, propuestas a medida para celebraciones privadas o eventos corporativos, y una relación calidad-precio que sorprende, sobre todo considerando su ubicación privilegiada en pleno centro madrileño.
La apertura del menú demuestra que aquí lo pequeño también puede tener carácter. La ensaladilla rusa con atún escabechado, piparras, un delicado hilo de huevo duro y pan Wasa rompe con la imagen previsible del clásico. Su textura, finamente picada, invita al tenedor, pero también funcionaría como una tapa informal: es directa, fresca, y ese leve toque de vinagre y picante le da una personalidad que se recuerda. Más atrevida es la reinterpretación de las patatas bravas en formato bomba: una esfera crujiente por fuera, suave por dentro, que explota en boca con una mezcla precisa de picante y alioli de ajo. Es un bocado castizo elevado, un pequeño truco de magia que no necesita más que una buena copa de rosado oloroso para alcanzar su mejor versión.
Continuamos con las gyozas de cochinita pibil con caramelo de soja, cebolla encurtida y verduritas salteadas que elevan el repertorio con un giro mestizo bien calibrado. El aroma invade la mesa antes incluso de que el plato toque fondo y anticipa lo que llega después: una masa impecablemente cocinada, que encierra un relleno denso, sabroso y bien especiado. La cochinita, melosa y con carácter, contrasta con el dulzor sutil del caramelo de soja y la acidez controlada de la cebolla encurtida. Las verduras salteadas, en especial el elote, son el trazo final que equilibra sabores y texturas. El maridaje con un Verdejo de Peñafiel—fresco, afrutado, con notas cítricas— no solo funciona, potencia el plato hasta dejarlo en una nota alta. Otras opciones interesantes podrían ser Rejos con huevos fritos y piparras, Croquetas cremosas de jamón ibérico, Brioche de pollo mechado con curry de manzana y miel o Torreznos de Soria con patatas revolconas.
Desde el mar, una de las piezas más afinadas de la carta es el tartar de salmón ahumado en sarmiento y romero, acompañado de dados de aguacate, lima y kale frito. Es un plato limpio, muy bien picado, que apuesta por la frescura sin renunciar a la complejidad. El ahumado sutil del sarmiento y el romero no tapa, enmarca, y aporta un fondo leñoso y aromático que dialoga con la cremosidad del aguacate y el punto cítrico de la lima. El kale frito añade un crujiente inesperado que da altura al bocado y evita cualquier monotonía. El maridaje con un blanco aragonés de corte más suave —menos agresivo en acidez, más redondo en boca— resulta perfecto para no robarle protagonismo a un plato que brilla por equilibrio y elegancia. Otras opciones pueden ser Bacalao frito con trigueros braseados y salsa de piquillos, Pulpo a la parrilla con cremoso de patatas o Tataki de atún del Atlántico.
En el apartado cárnico, El Telón roza la excelencia con las albóndigas de rabo de toro en salsa de chocolate y gnocchi fritos. Es un plato que no se esconde: respira y exuda sabor por cada costado, con una profundidad que no se encuentra todos los días en la escena madrileña. Las albóndigas son compactas pero melosas, concentradas, con ese fondo untuoso y obscuro que solo el rabo de toro bien tratado puede ofrecer. La salsa —rica, especiada, con un hilo de amargor dulce del chocolate— es directamente espectacular y los gnocchi fritos, dorados y crujientes, aportan el contrapunto perfecto. Se agradecería una ración más generosa, pero el sabor compensa con creces. El maridaje ideal: un tinto de Ramón Bilbao, con notas de uva madura, barrica noble y ecos de clavo, pimienta negra y cacao que encajan a la perfección. Para los más carnívoros, el Solomillo de vaca nacional o la Hamburguesa de vaca pueden ser excelentes opciones.
En el apartado dulce, El Telón invita a salirse del guion clásico y arriesgar con acierto. La Piña a la brasa en almíbar, acompañada de tierra crujiente y helado de coco, ofrece un juego de temperaturas y texturas que resulta tan ligero como satisfactorio. Aún más sorprendente es la Sopa fría de mango con lingote de yogur griego y frambuesa liofilizada: un postre refrescante, visualmente impecable, propicia para los meses cálidos y perfecto para cerrar la velada con un toque exótico. ¿El mejor aliado? Una copa de champagne bien frío. Para quienes prefieran el terreno seguro, también hay opciones sólidas como la Tarta de queso cremosa o el Coulant de chocolate, ejecutados con rigor y sin artificios.
Y como estamos en pleno centro de Madrid y dentro de un hotel con vocación escénica, ¿qué mejor forma de terminar esta función gastronómica que subiendo a su azotea? Desde lo alto del Hotel Índigo, El Telón extiende su experiencia hacia el cielo con una terraza donde los cócteles, copas y bebidas se disfrutan con vistas al skyline madrileño. Es un epílogo relajado, con música de fondo y con altura literal y simbólica. Allí también se sirven opciones de brunch, pero esa ya será otra historia....