Un secreto bien guardado en Palermo: un cuervo, una casona, tres pisos y un vino propio... Anasagasti un clásico chic

Jocelyn Dominguez

Martes 10 de Junio de 2025

La casona histórica que se transformó en un refugio gastronómico

Dicen que el primer cóctel nació a fines del siglo XVIII, cuando en una taberna de Nueva York, una mujer sirvió por error una mezcla de destilados, azúcar, cítricos y amargos, decorada con una pluma de gallo. De ahí, el nombre cocktail. Desde entonces, el arte de combinar sabores en una copa no dejó de evolucionar, y en Buenos Aires encuentra hoy uno de sus templos más refinados en Anasagasti.

Hay lugares que no se descubren, te encuentran. Te atrapan sin que lo esperes y, cuando te querés acordar, ya estás envuelta en su atmósfera, con una copa en la mano y la sensación de haber viajado en el tiempo. Eso me pasó en Anasagasti, un bar y restaurante escondido en una casona de estilo Tudor, construida a principios del siglo XX, que fue declarada Patrimonio Histórico de la Ciudad. Desde 2016, la habitan nuevos anfitriones: Nicolás Garófalo y Nicolás Pastore, dos amigos de toda la vida que decidieron transformar este espacio lleno de historia en un universo de sabores, aromas y belleza que se levanta con dignidad en el pasaje que lleva su mismo nombre, entre Santa Fe y Güemes, en el corazón de Palermo.

La fachada ya te da una pista: un portón de madera con escudo, ventanales de época y un vitró de sello francés que ilumina la entrada como si fuera el hall de una novela de época. El logo, un cuervo negro, no es azaroso: según cuentan, los antiguos dueños criaban cuervos como mascotas. El aire de misterio flota en cada rincón, pero no intimida; más bien seduce.

Tres pisos, tres universos distintos, una sola esencia: misterio, belleza y sabor. Cada propuesta es diferente; en la planta baja donde la piedra y la penumbra envuelven, vive la barra. Ahí reina Jesús Moisés de la Cruz, verdadero alquimista de la coctelería, la cosa es lúdica y provocadora. Acá la coctelería de autor es protagonista, y cada trago tiene una historia. Uno de mis favoritos —y que ya es parte de mi top personal— es el Madre Perla: vodka Belvedere, maracuyá, licor de durazno, mix de cítricos y frutos rojos. Refrescante, aromático y elegante, ideal para una primera cita o para una noche de charla con amigas.

Otro que me encantó fue el Dulce Victoria, con whisky escocés Chivas 12, dulce de leche, jugo de lima y laurel. Sí, dulce de leche en un trago, y funciona. Hay algo atrevido en esa combinación que sorprende y encanta. Para los que aman los clásicos con un twist, está el Tita, con gin Heráclito, vermut Lunfa ahumado, vermut amargo y licor de cerezas. Impecable.

Para acompañar estos cócteles hay una selección de tapas que maridan perfecto. Probé las alitas crocantes con crema de rocoto, las mini tortillas de papa con alioli, una degustación de hummus, y las empanaditas de ojo de bife que fueron un golazo. Pero el plato que más me impactó fueron los pulpetines de jabalí y ojo de bife al pomodoro: tiernos, sabrosos, y con una salsa que merecía pan para no dejar nada. También hay tablas de quesos y fiambres, y para cerrar con algo dulce, el volcán de pistacho con chocolate blanco y helado de mandarina fue un sueño: intenso, perfumado, con un contraste de temperaturas ideal.

Subiendo al primer piso, entramos al restaurante propiamente dicho. Más formal, más amplio, con otra carta y otra energía. Los detalles acá son protagonistas; el pan llega tibio, en una canasta y bien dispuesto a abrir el apetito de la manera mas simplemente sofisticada que puede existir. Como entrada, empecé con unas gírgolas al ajillo con papas españolas que eran puro sabor, y seguí con un camembert tibio apanado en semillas de sésamo, sobre espinacas con miel de almendras: delicado, armonioso, con textura. Pero el plato que se robó mi atención fueron los langostinos grillados sobre masa brisée, con remolacha, frutos secos, palmitos, manzana verde e hinojos. Una combinación tan inusual como rica.

De principal me pedí el lomo con membrillo, queso y papines al tomillo. La carne llegó en su punto justo, y el dulzor del membrillo elevaba todo. Probé también el risotto de tomates cherry confitados, almendras y láminas de parmesano, una opción vegetariana que no tiene nada que envidiarle a un plato con carne.

Todo esto lo maridé con el vino de la casa, una etiqueta propia que elaboran en Maipú, Mendoza: un blend de Malbec y Cabernet Franc. Es un vino equilibrado, con buena estructura, aromático y perfecto tanto para las tapas como para los platos más complejos. Una joyita que refleja el espíritu del lugar.

Y como no me puedo resistir a un buen postre, cerré con un flan de leche condensada, dulce de leche y crema de naranja, una versión reinventada del clásico argentino, y unas peras al champán con mousse de mascarpone y crumble de quinoa, frescas y livianas, el final perfecto.

En breve abrirán el segundo piso, donde prometen un Omakase, otro nivel de experiencia gastronómica que suma misterio a la propuesta. No tengo dudas de que sorprenderá, como todo en Anasagasti.

Este lugar es un refugio con historia, con secretos, con una estética que combina lo señorial con lo moderno, lo teatral con lo auténtico. Anasagasti es para ir con alguien especial, para regalarte una experiencia distinta o simplemente para celebrar la vida. Para brindar, para probar, para volver.

Porque en una ciudad que vive acelerada, hay lugares que te invitan a frenar, mirar alrededor, y simplemente disfrutar. Es un lugar que vibra. Que respira. Que tiene historia, misterio y belleza. Que habla con sus muros, con su vajilla heredada, con su logo de cuervo que evoca a otros tiempos. Tiene algo antiguo y algo nuevo. Algo sofisticado y algo secreto.