El maridaje entre vino y comida entra en una nueva era científica

El maridaje deja atrás la tradición y se convierte en disciplina científica

Úrsula Marcos

Jueves 12 de Junio de 2025

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El maridaje entre vinos y alimentos ha pasado de ser un conocimiento popular basado en la experiencia a una disciplina técnica con fundamentos científicos. Esta evolución responde a la necesidad de comprender con mayor precisión cómo interactúan las características sensoriales y químicas del vino con las de la comida, con el fin de ofrecer experiencias gastronómicas mejor construidas. Profesionales como enólogos, sommeliers, cocineros, distribuidores o responsables de marketing del sector vitivinícola encuentran en el maridaje una herramienta que permite comunicar el valor añadido del vino, aumentar su versatilidad en la restauración y reforzar su diferenciación comercial.

Históricamente, el maridaje se ha basado en reglas simples: vinos blancos con pescados, tintos con carnes, dulces con postres. Aunque prácticas, estas generalizaciones no explican el motivo real de por qué ciertas combinaciones funcionan mejor que otras. Hoy, gracias al análisis sensorial y a la investigación molecular, se entiende que lo que ocurre en la boca del consumidor es una red compleja de interacciones entre sustancias volátiles, taninos, ácidos, proteínas, grasas y estímulos trigeminales que modifican de forma recíproca la percepción de cada elemento.

El análisis sensorial profesional se rige por normas internacionales que aseguran su objetividad. Se realiza bajo condiciones controladas, con catadores entrenados y copas normalizadas. El vino se examina visualmente (color, limpidez), olfativamente (intensidad, tipo de aromas, presencia de defectos) y en boca (equilibrio, estructura, persistencia, astringencia, dulzor, acidez). Estos datos permiten construir una ficha técnica útil para predecir su comportamiento en maridajes.

Los alimentos también tienen perfiles sensoriales complejos. Los cinco gustos básicos (dulce, salado, ácido, amargo y umami) y las sensaciones trigeminales (picante, frescor, astringencia) intervienen de forma directa en la forma en que se percibe un vino. Por ejemplo, un alimento dulce puede hacer que un vino seco parezca más amargo o ácido de lo que realmente es, mientras que la acidez de un plato puede suavizar la del vino y realzar su fruta. La grasa puede disminuir la astringencia de un tinto tánico, lo que explica por qué carnes rojas y quesos curados armonizan bien con estos vinos. También se sabe que la sal potencia el cuerpo del vino y reduce sensaciones ásperas.

Una de las variables más estudiadas en los últimos años es la astringencia, típica de los vinos tintos. Esta sensación, percibida como sequedad o aspereza en la boca, no es un gusto, sino una consecuencia física de la interacción entre los taninos del vino y las proteínas de la saliva. Esta unión reduce la lubricación natural y aumenta la fricción entre lengua y paladar. Alimentos grasos o proteicos contrarrestan este efecto al "proteger" o "saturar" las proteínas salivales, reduciendo la percepción de astringencia. Incluso distintos aceites interactúan de forma específica con los taninos, como demuestran estudios realizados en universidades europeas. Estos efectos son acumulativos y varían según la estructura molecular de los taninos, la composición del alimento y el estado de la mucosa oral.

La saliva es un actor clave en el análisis de maridaje. No solo es un disolvente natural que transporta compuestos aromáticos hacia los receptores, sino que también participa en procesos de modulación química y en la protección de las superficies orales. Investigaciones recientes han creado modelos in vitro para simular la interacción entre vino, alimento y saliva, proponiendo parámetros como el "índice de precipitación salival" para predecir la astringencia, o el "efecto limpiador" para evaluar la capacidad del vino de preparar el paladar para el siguiente bocado. Este tipo de metodología ofrece un enfoque más objetivo a un fenómeno que tradicionalmente se ha tratado de forma subjetiva.

En paralelo a estos estudios fisiológicos, ha ganado relevancia el maridaje molecular, impulsado por trabajos como los del sumiller François Chartier. Según esta propuesta, alimentos y bebidas que comparten compuestos aromáticos clave tienen una mayor probabilidad de armonizar. Para identificar estos compuestos se emplean técnicas como la cromatografía de gases acoplada a espectrometría de masas (GC-MS), que permiten trazar las moléculas volátiles responsables de los aromas dominantes. Alimentos que contienen las mismas familias químicas que ciertos vinos pueden reforzar sus características olfativas y crear una sinergia sensorial.

Este tipo de análisis ha permitido diseñar maridajes que van más allá de la tradición. Por ejemplo, un vino tinto con notas de β-damascenona, linalol y limoneno puede combinarse con platos que contengan lavanda, cítricos o especias florales, generando una continuidad aromática. Un Pinot Noir con fenilacetaldehído y anetol puede acompañarse con platos especiados o dulces como cordero con regaliz, creando un puente aromático entre el vino y la comida. En los espumosos, moléculas como la γ-undecalactona (melocotón) pueden emparejarse con frutas de hueso o ingredientes florales para subrayar la elegancia del vino.

El maridaje molecular no es una fórmula cerrada. La presencia compartida de moléculas no asegura una combinación exitosa si no se consideran otros factores como las proporciones, la intensidad de cada elemento, la temperatura de servicio y el tipo de preparación. Por eso, el análisis molecular debe integrarse con el juicio profesional del sommelier y del cocinero, que sabrán aplicar la información a casos concretos.

Además del enfoque molecular, se mantienen vigentes dos grandes estrategias de maridaje: por afinidad y por contraste. El primero une elementos con características similares (textura, sabor, intensidad), como un Chardonnay cremoso con una pasta con nata. El segundo busca el equilibrio a través de la oposición, como ocurre al combinar un vino dulce con un queso azul salado y picante. Ambos métodos son válidos y dependen de la naturaleza del plato y del vino.

Otras estrategias incluyen el maridaje regional, que apuesta por unir productos que comparten origen geográfico, bajo la idea de que los alimentos y vinos que han evolucionado juntos tienden a armonizar bien. También el maridaje estacional, que adapta los vinos al tipo de comida típica de cada época del año. En verano se opta por blancos ligeros y rosados con platos frescos; en invierno, por tintos estructurados para acompañar guisos y carnes.

Los profesionales del sector vitivinícola pueden aplicar este conocimiento técnico en distintos niveles. En bodega, influye en las decisiones enológicas al diseñar vinos con perfiles sensoriales versátiles. En restauración, permite al sommelier recomendar con fundamento y construir cartas donde cada vino tenga su espacio gastronómico. En distribución, puede usarse como argumento de venta para posicionar vinos según sus afinidades culinarias. Para el consumidor, se traduce en una experiencia más informada, donde cada elección responde a una lógica sensorial y no solo a una costumbre.

El maridaje enogastronómico se encuentra en una etapa de desarrollo que combina el análisis científico con la sensibilidad práctica. Las nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial aplicada a la creación de maridajes personalizados, y los estudios en neurociencia del gusto abren perspectivas futuras para seguir profundizando en este campo. La investigación aplicada, la experimentación y la cooperación entre profesionales seguirán siendo claves para avanzar en el conocimiento de cómo interactúan los vinos con los alimentos y cómo esa interacción puede enriquecer la experiencia de quienes los disfrutan.

Más información
(PDF)Informe técnico sobre maridaje
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