José Peñín
Viernes 31 de Marzo de 2023
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Mis primeros encuentros con la monastrell en los años 70 se basaban en comprar un tinto de mesa para mi lejana empresa de venta de vinos por correspondencia. La labor no era fácil cuando se entendía esta variedad como oxidativa y propia para los generosos "Jumilla clásico" en Murcia y el Fondillón en Alicante. Los vinos para compartir en la mesa y la taberna aparecían evolucionados y faltos de fruta, cosa que, por otra parte, era bastante normal en la mayoría de los vinos españoles. Es cierto que era una constante a la que nos acostumbramos a beber para huir de las sensaciones frutales vinculadas al vino joven y barato, es decir, al vino corriente. Cuando alguien se atrevía a vendimiar antes, aparecían notas herbáceas mezcladas con sensaciones vinosas por el peligro que suponía vender un vino más allá de los 13º. Cuando esto ocurría, se mezclaba con una pequeña proporción de airén manchega.
La monastrell, como vino generoso, era la versión tinta como blanca del oloroso jerezano, pues ambos se encontraban en la crianza oxidativa. Sin embargo, Jumilla fue la única zona vitivinícola española que aumentó su viñedo en los años 50 gracias a los graneles de exportación.
Con mi aprendizaje bordelés sobre la importancia de destacar la fruta y una mayor precisión de la identidad zonal, no veía claro que con la monastrell se lograra destacar su expresión varietal en un clima meridional, hasta que cerca de Monóvar encontré un vino: Prestige, el primer monastrell moderno alejado de la sobremaduración de los mejores y de la ligereza herbal de los baratos. El enólogo, como no podía ser de otro modo, era francés y el vino costaba un dineral. Una aventura fallida del propietario, también de origen francés, dueño además de la cadena de discotecas Macumba, líder del bailoteo en los Sesenta y Setenta. A los pocos años tuvo que cerrar la bodega. Sin duda, en un tiempo equivocado se anticipó 20 años.
No había fe en la monastrell para convertirlo en un Rioja del sur cuando era el estilo soñado en todas las zonas. Tanto es así, que, a finales de los Ochenta, Agapito Rico añadió a las 20 hectáreas de viejas cepas de monastrell las variedades cabernet sauvignon, tempranillo y merlot. Estas dos últimas fueron un fracaso.
Según el escritor Juan Piqueras, sería en el entorno Murviedro (la actual Sagunto) donde habría nacido la variedad y, desde aquí, se extendería hacia Francia para instalarse en el Languedoc-Rosellón y la Provenza. Piqueras cita la teoría de diversos especialistas según la cual la mourvedre francesa habría derivado de la monastrell, algo lógico si se piensa que hasta principios de siglo todavía se la conocía con ese nombre en la zona de Sagunto, antes de que la filoxera asolara su viñedo y se sustituyera el cultivo de la vid por el de la naranja. De hecho, el ampelógrafo francés Pierre Galet identifica ambas variedades, por lo que puede considerarse que se trata de la misma cepa.
El retrato prioritario es la monastrell levantina, corpulenta y madura; pero también he probado en Bandol, en la Provenza francesa, un mourvedre finísimo en Chateau Pibarnon, capaz de envejecer brillantemente mirando el Mediterráneo, al tiempo que en Rosellón le llaman mataró en alusión a la localidad catalana. Cuando la viña de monastrell se eleva en Bullas aparece un tinto más fresco y frutoso, como hace bodegas Lavia y julia Casado en su bodeguita La del Terreno, o algunas cepas perdidas en la Conca de Tremp y Penedés.
En cuanto a su dispersión más planetaria, aparece en toda la cuenca musulmana del Mediterráneo, California y Australia, con rasgos menos musculosos y algo más diluido.
A finales de los Ochenta instalada en medio de la nada conocí la bodega de "Julia Roch e Hijos" y a sus propietarios, un matrimonio formado por Nemesio Vicente y Guillermina Sánchez-Cerezo. Recuerdo una casa modesta almorzando con ellos con un mantel de cuadros, unas botellas de vino sin etiqueta, un plato de cuchara y un trozo de pan, como un bodegón de Cézanne, sin imaginarme que unos años más tarde José María Vicente, el hijo, sería el constructor de la referencia más importante en España de esta variedad, dando visibilidad a la monastrell de pie franco. En 1.999, en medio de un viñedo, me dijo que debe haber más gente en el campo que en la bodega. Nadie como él reflejó en aquellos años la importancia de la viña.
En el resto de las zonas nacionales la monastrell ocupa un papel secundario, pero no menos importante. Un ejemplo es el jumillano Nido 2019, con un 70% de cabernet Sauvignon, o el famoso Grans Muralles de Torres, compartiendo variedades con otras cuatro.
Recabo la información de la Base de Datos de la Guía Peñín cuyo equipo cató 542 marcas de monastrell, de los cuales 319 son monovarietales, que son los que cito más abajo. Cantidad más que suficiente para elegir los mejores tintos con esta uva mediterránea.
En el ranking de los mejores no incluyo las elevadas puntuaciones del Fondillón alicantino. Un tema aparte que publicaré en su momento.
El sol y el suelo calizo dibuja el perfecto jumilla con grandes dosis de expresión frutal, lleno, con volumen y persistencia.
Menos contundente pero tan complejo y expresivo como el anterior.
La modernidad llega a Jumilla, pero sin perder las formas que imprime el territorio.
Excelente crianza sobre un típico monastrell que ha tomado mucho el sol con madurez y sin faltar la expresión varietal.
Madurez (cereza madura), especiado, mineral (terroso) y complejo.
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