Los vinos más viejos que bebí

Entre los extremos del nacer y el morir de un vino pasan muchas cosas, aunque no esté claro que con...

José Peñín

Viernes 29 de Diciembre de 2023

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Entre los extremos del nacer y el morir de un vino pasan muchas cosas, aunque no esté claro que con el tiempo el vino mejore. Es una cuestión de gustos preferir en los vinos viejos su sabor acetónico, sentir los taninos grasos, o percibir los toques a maderas viejas, desván, pimienta negra o, por el contrario, desear el gusto a cerezas confitadas, taninos dulces, vainilla, maderas nuevas o las resinas de un vino de ahora en plena forma.

Hay vinos que jamás llegan a vestirse porque no salen de las bodegas. No llevan etiqueta, pero ya se les etiqueta como "herencia-permanente-de-cosechas-lejanas". Vinos con menor valor lúdico que sentimental que son una pura referencia de coleccionismo y curiosidad. Es la cosecha que se embotelló dos años antes de ser asesinado Cánovas del Castillo o el que se bebía cuando la Raquel Meller era una diosa en Paris.

Lo que pasa es que todas nuestras sensaciones están dominadas por esa subjetividad que nos avasalla y que nos dice que lo escaso y singular es magnífico y la abundancia una plebeyez. Este engaño es válido y apasionante porque no todo debe encuadrarse en el corsé del olfato y boca, aunque a la hora de sustraernos de lo que nos rodea, es difícil demostrar que una botella de treinta años esté mejor que una de siete, siempre que el vino no se tambalee por un tapón indecente o la calefacción subversiva. A partir de este momento podemos darnos con un canto en los incisivos de que el vino permanezca igual.

El gusto de la vejez

El gusto de la vejez gusta. La decrepitud tiene siempre ese halo de misterio y atracción, aunque sus rasgos sean comunes incluso en vinos de diferente origen. En las profundidades de las bodegas históricas hay un rincón donde sobreviven un cierto número de botellas de cosechas venerables. Es una arqueología que mide, con precisión de vendimias, los años de vigencia de la casa. Confinadas bajo siete llaves se dejan vestir con el polvo del tiempo, el moho de la humedad y con el tétrico tejido de la telaraña, evocador.

Los vinos viejos de Oporto, Borgoña o Rioja tan diferentes como se sabe en sus primeros años, tienen en común con el tiempo y sólo en los primeros instantes del descorche, un aroma que recuerdan a desván, a muebles viejos con restos de barniz y, dependiendo de su tenor alcohólico y oxidación, derivar en mayor o menor medida hacia aromas que recuerdan a la laca de las uñas. Más tarde van despuntando su ego particular: en el oporto su confitura y caramelo tostado, el rioja el latido de la canela, el borgoña su pimienta negra y el medoc su delicado toque a trufa.

Mis tragos más viejos

Realmente he sido un afortunado al poder catar reliquias en la Rioja, Burdeos, Borgoña y Oporto. Vinos que dejan de tener la categoría de "viejos" para pasar a la categoría superior de "antiguos".  En general, los vinos dulces aguantan mejor el paso del tiempo o al menos nos parecen más bebibles porque lo dulce es una seductora tapadera que sintonizan con los deterioros y más con los aceptados como volátil, oxidación, barniz y podredumbre noble.

Tuve la suerte de catar en Chateau D'Yquem de la primera época napoleónica donde predominaba las notas oxidativas, algo insólito en un sauternes. También probé algunos oportos del último tercio del siglo XIX con una complejidad inenarrable.

El vino seco más viejo que probé fue un Haut-Brion de la cosecha 1825, el mismo año que nació Johann Strauss. El sabor no difería de otros muchos vinos centenarios con 50 años menos, aunque con brillos algo más ocre o también un Margaux de la cosecha de 1855 cuando se instituyó la categoría de "Grand Cru". De todas estas experiencias lo importante no era beberlos. El descorche me parecía una violación de la historia, era observar un líquido vivo que te sobrecogía al repasar los acontecimientos sociales de aquellos años.

El vino español más viejo que he bebido se remonta a la cosecha de 1.862 y pertenece a las bodegas del Marqués de Riscal. Es la bodega que conserva la mayor arqueología enológica no solo de España sino también del mundo. Vinos que se conservan desde los años de su fundación doblando el siglo XIX. La cosecha 1.895 aparecía con trazos de oloroso viejo (oxidación alcohólica), rasgos aromáticos dulzones de un pastel de hojaldre (concentración producida por la suma en evolución de los toques de la madera, el dulzor propio del alcohol y los tostados de los compuestos fenólicos) así como algo que recordaba a la tintura de yodo, tabaco, barniz...En general los vinos viejos de Riscal tenían un personal y misterioso estilo debido a su contenido de cabernet sauvignon cuyas primeras estacas vienen desde los tiempos de Don Guillermo Hurtado de Amézaga, su fundador, y que nada tienen que ver con los fragantes cabernets que ahora se llevan. La añada más sorprendente y exquisita que probé fue la de 1.942.

Pedro López Heredia de Vina Tondonia, designó a un rincón de su bodega como cementerio que, mal mirado, deja pocas expectativas cara al goce palatial. La cosa no va por ahí porque lo de cementerio es por la forma de nichos que tienen sus botelleros. Y bien vivos están cuando en ocasiones -pocas- he tenido la fortuna de beber un Tondonia blanco de los años cuarenta o cincuenta que en nariz rebosaba toques almizclados de miel silvestre con un regusto amarguillo de almendra y un perfume de tabaco inglés. Estos términos bien elegidos suenan muy bien, aunque algunos sean signos de decrepitud.

Otros ejemplos sugestivos los he encontrado en Cune donde llegué a profundizar hasta la cosecha 1.928 en una cata que hice en 1989 y que aparecía con un color caoba claro con aromas extraños y cambiantes. Al principio desplegaban los rasgos de ancianidad, como a madera vieja y la humedad terrosa del champiñón. Unos minutos más tarde eran sustituidos por otros que se acercaban al café y al caramelo tostado con una punta de acidez muy común en los riojas de antaño. Eran tiempos que la viña se trabajaba o se abonaba menos, retrasándose las vendimias excepcionalmente y por consiguiente logrando vinos de gran potencial alcohólico sin merma de su acidez. El vino que más me sedujo fue la cosecha 1.943. En el año 1987 en las bodegas Marqués de Murrieta probé cosechas como la de 1.952 y más veteranas como la cosecha de guerra 1.937 que estaba muy entera. Un vino de perceptible acidez y buena estructura consolidada por una larga permanencia en roble.

Extrañas sensaciones

Las añadas memorables de Vega Sicilia están en las casas particulares. La bodega apenas guarda alguna botella de no más edad de cuarenta años muchas de ellas adquiridas a coleccionistas. La peculiaridad de los sicilias inmortales era su ligero acento de los olorosos. Era el resultado de su elevada graduación alcohólica, prolongado envejecimiento en tinas y botas de roble y al diseño "jerezano" que la familia Herrero, a principios del siglo XX, confirió a las naves de crianza de esta bodega castellana.

Pelo mojado de perro, brea, desván, resinas, yodo... son las extrañas sensaciones que se mitigan con otras más fascinantes como vainilla, miel, cedro, tabaco; al final simplemente se perfila la identidad del vino en su fase avanzada de envejecimiento. Esas percepciones negativas aparentemente sólo son detectadas para su desgracia por el experto mientras que el consumidor, incluso el más avezado, los contempla en un conjunto dentro de esa recepción subjetiva que he citado. El resultado es que cuando se bebe un vino viejo y más si es un incunable, se siente uno de los placeres más sensuales y a la vez morbosos que uno pueda imaginar: el recuerdo de lo vivido en ese año de cosecha, la profanación de algo hasta el momento intocable, su precio prohibitivo y la sumisión de una botella irrepetible. Casi se puede decir que lo que menos importa es la calidad de ese vino histórico.

José Peñín
Posiblemente el periodista y escritor de vinos más prolífico en habla hispana.
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