Daniel Defoe, el vino y su Diario del año de la peste

DANIEL DEFOE, EL VINO Y SU "DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE" -Inquietante guía de lugares comunes para relativizar  nuestro confinamiento   Emotivos...

Escrito porLuis Congil

Domingo 12 de Abril de 2020

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DANIEL DEFOE, EL VINO Y SU "DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE"

-Inquietante guía de lugares comunes para relativizar  nuestro confinamiento

 

Emotivos momentos de solidaridad que conviven con el abandono forzado de personas mayores, condenadas así a una muerte miserable y solitaria. La dureza del confinamiento y su paso más allá: la clausura de las familias contagiadas con todos sus miembros dentro. La huida de los pudientes a sus propiedades del campo, arrastrando tras de sí una ristra de contagios... Son los inquierantes lugares comunes de "Diario del año de la peste" la obra maestra de la crónica de un tratante de vinos, pionero del periodismo y la novela histórica. Daniel Defoe la escribió en 1722 –tres años después de "Robinson Crusoe"- y  junto con llamativa la relación de Foe (el "De" se lo añadió a posteriori)  con el vino español,  es la pieza de la literatura sobre plagas que les recomendamos esta semana desde la lareira del Museo do Viño de Galicia.

¿Puede haber una medida de barrera más dura que un confinamiento? "Diario del año de la peste" tiene la respuesta, y ésta es ineludiblemente "sí":  la clausura total. Daniel Defoe denunció el encierro radical de los habitantes de las "casas infectadas" por la  peste bubónica durante el brote en Londres en 1655, y aprovechó su novela histórica  posterior para realizar un alegato contra tan bárbara medida que, según muchos, contribuyó a un dolor indecible en las familias afectadas, y además indujo indirectamente a la expansión de la plaga, a causa de las huidas desesperadas y de la infección irremisible de todos los que quedaban dentro.

La enorme cantidad de connotaciones y coincidencias de la plaga londinense del siglo XVII con la situación que vivimos ahora nos aboca a una lectura connovedora. Desde los primeros signos de alerta cuando los ciudadanos de la City murmuraban que "el gobierno estaba por instalar barreras y vallas en las carreteras" hasta el debate sobre la utilidad y eficacia de las mascarillas  porque " la peste desafiaba a toda medicina; hasta los médicos fueron atrapados por ella, con sus protectores sobre la boca...", el diario de Daniel Defoe no permite que quedemos indiferentes.

Especialmente duras son las imágenes de los confinamientos obligatorios y fulminantes de las casas dónde aparecía un contagio. Todo comenzaba con "la  obligación de dar parte de cualquier síntoma antes de dos horas", tras lo cual un guardia era apostado ante la puerta del inmueble, y se procedía a cerrar la casa con todos sus ocupantes dentro, a veces con candado o incluso clavando las puertas.

Daba igual el estado de salud de los encerrados (principal diferencia con la actualidad) o con sus posibilidades de tratamiento, "tan pronto como cualquier hombre esté enfermo sea misma noche será aislado y luego no muera, la casa en que se haya enfermado se cerrará por un mes", dictaba un acta legal, aprobada, eso sí, por Parlamento de acuerdo con el precoz parlamentarismo inglés (recordemos que hablamos de hace casi cuatro siglos)

En la práctica este "confinamiento extremo" suponía una condena a muerte de toda la familia. "La historia más atroz debe ser relatada", reza el diario. Las escenas eran dantescas. Gritos de los supervivientes encerrados con sus muertos, "cadáveres arrojados por las ventanas" al paso de los carros del enterrador, o huidas desesperadas incluso "volando con pólvora" al vigilante municipal.

Y lo peor es que la medida, como narra convencido Defoe, sólo sirvió para expandir la epidemia, puesto que muchos de los enclaustrados huían "sembrando la muerte en su deambular" y casi todos los compañeros de encierro acababan por contagiarse unos a otros, hasta sembrar el caos barrio por barrio, inexorablemente.

Tratante de vinos y condenado por Vigo

En lo tocante a los remedios para atajar la plaga, tampoco había un acuedo común. El protagonista reconoce no tomar ninguno,  "ni al contrario que otros, tampoco he estimulado ni excitado constantemente mi ánimo con vino, cordiales ni otros productos",  pese a que hasta entre los médicos despuntaban numerosas y dudosas  recetas de las que las personas  "se aprovisionaban de tal cantidad (...) de píldoras, pociones y remedios que no sólo desperdiciaban su dinero, sino que se envenenaban anticipadamente por miedo al veneno de la infección."

Llama la atención la austeriad enológica de Dafoe, ya que antes del episodio de la peste de Londres de 1655  había sido tratante de vinos, y no de unos vinos cualquiera, sino de vinos españoles. Concretamente, entre 1685 y 1687 comerció durante sus viajes al continente con vinos de Cádiz y Lisboa, entre otros de la Península, como los de Oporto, muy del gusto de los ingleses ya por entonces.

Mucho más singular es el capítulo que lo relaciona con Galicia, concretamente con la ciudad de Vigo, y que indirectamente acabó también en una anécdota con vino (y mucho) de por medio.

Defoe, en la picota y con vino

Daniel Defoe, comerciante de vinos y periodista, afiló su pluma díscola y crítica contra sucesivos gobiernos ingleses, y acabó en la picota (literalmente) en el mes de julio de 1703,   no por sus deudas –se arrunió varias veces- sino por su "dardo en la palabra", parafraseando a Dámaso Alonso. En varios escritos, cuestionó abiertamente la gestión de la armada inglesa en la batalla de Rande (Vigo, 23 de octubre de 1702) en que la flota anglo-holandesa  venció a la franco-española del almirante Manuel de Velasco, lo que no gustó nada a las autoridades británicas, que lo encadenaron a la picota en una plaza pública durante... tres días!

La cuestión en sí fue la siguiente: la batalla de Rande tenía como trasfondo la captura de la flota de Indias española, que venía repleta –al parecer- de plata americana (otro escritor insigne, Julio Verne, utilizaría sus pecios como fuente de aprovisionamiento de oro del Nautilus en "20.000 Leguas de viaje submarino"). Inicialmente, y tras la victoria inicial, toda la población inglesa celebró ampliamente el resultado de la batalla en Galicia, y  la captura del  Santo Cristo de Maracaibo, un galeón cargado hasta la borda de riquezas, hasta el punto de que  el City Council de Londres decretó la apertura de la Vigo Street para celebrar la gran hazaña.

Pero la victoria de la flota de Sir George Rooke se tornó amarga cuando, tras arribar a puerto, se conoció la noticia de que el barco se había perdido, y con él los fantásticos tesoros que se tenían ya por guardados a buen recaudo en la Torre. De la euforia inicial, casi corsaria –por no decir abiertamente pirata-  por haberse hecho con "los enormes galeones cargados de metales que buscaron hogar en el puerto de Galicia"  el periodista y por entonces "inspector de vidrios" de la Corona pasó a una furibunda crítica, que contribuyó incluso  a hacer caer al gobierno. Atacó a generales y políticos por el desastre, y no se salvó ni la marinería, que regresaban sin "money" pero "ebrios de vino y mujeres españolas".

En ese contexto, uno de sus panfletos irritó tanto a las autoridades que, justo tras escribir una poesía titulada "Himno a la picota", fue condenado a ella. Sin embargo, el clima de "crispación social" - que diríamos hoy- y su valor al señalar la mala gestión militar,  le agraciaron con la simpatía popular, que en lugar de acudir a tirarle fruta podrida y escupitajos –como era habitual en la infamante pena de picota- lo acompañaron durante los tres días con canciones y... brindando por él con vino. Esta anécdota pasó directamente a formar parte del imaginario histórico británico, y contribuyó con  mucho a la posterior fama del autor de "Robinson Crusoe".

Una última anécdota de este episodio de la batalla de Vigo, muy acaída para este recuento de connotaciones pandémicas, es una descalificación que lanza Daniel Defoe sobre el carácer de los españoles: "... demasiado perezosos y demasiado altivos para ser ricos", y carentes de la capacidad para gobernar un mundo que, por entonces, poseían sobre el tablero, porque "malgastan su dinero para que se les llame valientes". ¿Le recuerdan estas afirmaciones a los juicios de algún inspirado político holandés actual? Vaya por Dios.

Más "Dejá Vú" de la plaga de londres

En fin, la lectura de "Diario del año de la peste" puede dejar muchos más "dejá vú" al lector contemporáneo, sea éste de Londes, de Vigo o de cualquier lugar del mundo actual.  Por algo Dafoe anotaba al comienzo que daba cuenta de este asunto "tan detalladamente porque tal vez mi historia pueda resultar útil a quienes se vieran sometidos alguna vez a la misma angustia y a la misma opción".

Y así va desgranando tan recomendada lectura para estos tiempos. Desde el miedo gradual,  la inicial ignorancia o el desprecio, hasta el pavor cuando "la infección creció alededor de mí" y en Londres "las cifras se elevaron a casi setecientos muertos por semana"   hasta la arrogancia mortal de varios grupos que "presumiendo de sus profesadas nociones de predestinación y de que el fin de cada hombre está irremisiblemente decretado con anticipación (...) concurrían displicentemente a lugares afectados y conversaban con personas apestadas, por lo que murieron en promedio de diez o quince mil por semana".

Los "asintomáticos"

Incluso llama poderosamene la atención, por su vigencia, el debate sobre los "asintomáticos", ante  la posibilidad que comenzaban a atisbar de que  "la contaminación mútua (se daba) antes de que la gente supiese que estaba contaminada, y podía así infectar a los demás"; o sobre el heroísmo de los miembros de una incipiente clase médica que "caían muertos por el enemigo contra el que batallaban en los cuerpos de otros", a los que elogia porque  "aventuraron sus vidas tanto como para perderlas al servicio de la humanidad".

Pero quizá, finalmente, la lección más importante de esta crónica novelada o ficción periodística que tanto recuerda a "A sangre fría" de Truman Capote por su precisión y frialdad desciptiva, sea la necesaria llegada del "desescalado" paulatino de la gravedad de la plaga, con la progresiva reducción de muertes, disminución de contagios, incremento e curados  y,  poco a poco,  el ansiado retorno de la normalidad.

Porque esa es la principal lección que nos deja este tratante e vinos españoles:  que las plagas, trabajosamente, lentamente, cruelmente,  pasan y se van. Acaban siendo historia, como lo será la presente, por lejano que ahora nos parezca el desenlace.

Un apunte postrero, gracias a las notas en "El País" de Jaime García Cantero, sobre lo que  podemos sacar en limpio de la actual pandemia. La gran plaga de Londres de 1655, que trata Defoe en esta novela, también vería nacer el teletrabajo. Mucho antes de internet, cierto profesor de la Universidad de Cambridge tuvo que irse a casa porque la solemne institución cerró sus puertas por la peste. Confinado en su casa,  dicen los apócrifos que a causa de una manzana, comenzó a trabajar en la que sería con el tiempo la Teoría de la Gravitación Universal.

Era Isaac Newton.

Un artículo de Luis Congil
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