El vino en el corazón

EL VINO EN EL CORAZÓN Mi padre, que ya había dado algunos cabezazos, se desperezaba y ordenaba a su pequeña...

Escrito porricardo

Lunes 18 de Noviembre de 2019

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EL VINO EN EL CORAZÓN Mi padre, que ya había dado algunos cabezazos, se desperezaba y ordenaba a su pequeña brigada. Estábamos sentados en el portal de mi casa alrededor de una mesa camilla, con los pies arrimados al brasero de cisco, que meses antes él mismo había preparado con los sarmientos de poda de una de nuestras viñas. -¡”Enga, amos allá” (1). No hay que dormirse. Damos el último “apretón” (2) y nos acostamos!- Y nos levantábamos con evidente pereza, recobrados del adormecimiento, pero con la ilusión de que, cumplido ese postrero trabajo, ya podríamos irnos a la cama. Una madre gestante, que en pocos meses traería al mundo a su tercer hijo -Por fin va a ser una niña- decía. Mi abuela viuda, que siempre estaba despierta y pendiente de todo y de todos. Mi hermano de siete años que ya iba a la escuela de Don Manuel, el “maestro-niños” (3) del pueblo desde siempre, incluso de mi padre. Yo, que completaba el cuadro familiar, era un mocete de once años recién cumplidos que estaba de vacaciones de Navidad y que volvería al colegio de la capital después de Reyes. Cuando nos incorporábamos y salíamos de la atemperada habitación nos constaba, como otras noches, que debíamos cruzar el gélido patio hasta llegar a la bodega, ya con temperatura algo más cálida, y que, tras el “apretón”, retornaríamos hasta una cama helada en la que mi madre nos arroparía con mantas tan pesadas que apenas nos dejarían girar la cabeza. Era una lluviosa noche de finales de diciembre y estábamos “corriendo” el vino. De las tinajas de barro de cerca de doscientas arrobas, que nos parecían gigantescas, lo sacábamos por una canilla (4) de madera clavada en un pequeño orificio situado a menos de un metro del fondo del depósito. Colocar la canilla bien “atacada” (5) del esparto justo para que el vino pasara filtrado, al tiempo que separado de la “casca” (6), era una delicada tarea que se conocía como “correr el vino” (7) y que mi padre había prometido encomendarme el año próximo. Me había fijado mucho en cómo lo hacía y estaba dispuesto a asumir el reto. Yo gozaba con estar presente en esas prácticas de la bodega y preguntaba mucho sobre el por qué, para qué, cuándo y qué haríamos después. El vino caía con fuerza a un tinajón (8) desde el que se trasegaba manualmente con cubos a otra tinaja ya fregada con mucha agua y desinfectada con una pajuela (9) de azufre, hasta llenarla al nivel de la boca. Era un líquido rojo oscuro, brillante y limpio de olor fuerte y agradable. La “casca” casi seca se extraía también a cubos de la tinaja, depositándola dentro de la prensa de husillo, heredada de mis bisabuelos, según decía mi madre. Era una pequeña máquina en la que rotaba una corona sobre un largo eje central de hierro, presionando unos tablones de madera sobre la masa de orujo hasta lograr que el vino se separase. Fluía por entre las aberturas de una jaula formada por listones cogidos con tornillos a pletinas de hierro semicirculares. La fuerza motora éramos nosotros, accionando con energía una larga manivela que hacía girar los mecanismos de presión mediante sonoros golpes cuando subía y bajaba la chaveta que se encastraba en los agujeros de la corona. El vino iba cayendo a un pocillo (10) subterráneo por el reguero que tras muchos lustros se había formado sobre el suelo de baldosas renegridas unidas con mortero de cal. La primera serie de apretones apenas exigía esfuerzo. Se daban más de una docena a lo largo del día, siempre espaciados para que saliera algo de vino. Duraban unos cinco minutos y se hacían largos, pues se percibía que había que ir empujando cada vez más fuerte. Estábamos a la espera de la voz de mi padre: -¡Hala, vale por ahora. Cuando almorcemos damos otro!- decía. Cada mañana se desarmaba la jaula y retiraba el orujo, que ya sí estaba bastante seco, y sería mandado en sacos de yute a una alcoholera cercana. Retirar esa masa, con “biernos” (11) de afilados dientes metálicos, exigía una buena preparación física, al ser un fuerte bloque muy compacto que parecía de cemento. Cuando ya andábamos en el último “apretón” al que mi padre se refería, todos volcábamos el cuerpo sobre los brazos que ya los cuatro habíamos colocado en la larga barra de hierro. Mi hermano apenas alcanzaba y se ponía de puntillas. Yo buscaba mostrar mi interés y fortaleza. Mi madre recordaba las veces que había hecho eso mismo con mis abuelos. Mi padre, que desarrollaba gran parte del movimiento total de la prensa, gesticulaba y su cara parecía una máscara roja de hierro. Parte de la casca pasaba después de ser desmoronada a una tinajilla de sesenta arrobas que teníamos en una habitación separada de la bodega. Contenía una antigua “madre” (12), solera de muchos años procedente de mis antepasados, a la que cada año se añadía agua y orujo. Por su vieja canilla que goteaba algo, sacábamos un vinagre casi transparente, muy demandado en el pueblo. A pesar de cerrar la boca del depósito y tapar todo con arpillera, siempre había mosquitos y la puerta debía estar cerrada para no sufrir su invasión en el patio. Cada cierto tiempo se desinfectaba con el mismo producto, muy rebajado, usado para limpiar las pocilgas. Mi abuela decía que era necesario, pero no era bueno echar mucho, al tiempo que lo aplicaba en solución a “guisopazos” (13) sobre las paredes. Gran parte de las operaciones que hacíamos eran heredadas de nuestros abuelos y se llevaban a cabo en todas las bodegas del pueblo. Había muchas, raro era el agricultor que no tenía una. En ellas se “ponía” (14) la uva propia vendimiada allá por el Pilar (15). Mis padres, pensando en que sus hijos ya estudiaban, hecho único en el pueblo en esos tiempos de posguerra, buscaban ingresos en diversas fuentes: teníamos cerdos, conejos y gallinas que se alimentaban con los granos obtenidos de nuestras tierras. Sólo comprábamos los complementos minerales y vitamínicos. Con ellos y los granos molidos hacíamos el “revoltón” (16) que servía de pienso al ganado. También teníamos dos olivares y llevábamos sus aceitunas al molino a cambio de aceite que, depositado en una vieja zafra (17), nos duraba todo el año. El año anterior habíamos comprado un tractor de veinticinco caballos y nos parecía que estábamos en la cresta de la modernidad. Vendimos los dos pares de mulas, y mantuvimos la borrica con la que íbamos al Caño Viejo a por agua, a por higos, a por uvas blancas para “cuelgas” (18) y a otros menesteres. Este animal había nacido en mi casa el mismo año que mi madre y en su cuadra estaría para siempre. Era una borriquita muy mansa y con ella jugaba mi hermano, poniéndole y quitándole los aparejos. Teníamos ahora un nuevo arado con cuatro vertederas, un cultivador, un recogedor de sarmientos que nos hizo el herrero y un remolque de dos ruedas del que debíamos tirar con ganas para levantarlo y engancharlo al tractor. Los dos hermanos ayudábamos en lo que nos mandaban. Había muchas tareas: dar de comer a los animales, hacer la matanza, sacar y clasificar los huevos, cuidar los partos de las cerdas, hacer que los guarritos mamaran, “sacar” (19) la granja y las pocilgas, ayudar en la recolección de los cereales, …y muchas más. La bodega solo nos daba ajetreo entre la vendimia y fin de año. Formábamos parte de un núcleo de trabajo bien entrenado de agricultores ligados a la tierra. Todo era trabajo y más trabajo. Había para todos. A cualquier hora se ocasionaba algún cometido que debía ser cumplido al momento. Si se moría una gallina, se salía una tinaja o se rompía un apero, oíamos decir a mi padre muy enfadado: -Ya hemos ganado el jornal- A mí me gustaba la vendimia por encima del resto de labores. Era algo sublime. Inigualable. La recordaba y lamenté mucho no poder asistir, como hacía desde los cinco años, a partir de que me llevaran interno al colegio. Si se adelantaba a finales de septiembre, iba a las clases con mi cuerpo algo impregnado del nuevo mosto. La vendimia estimulaba a todos, obreros y amos. Traíamos la uva, recogida en espuertas, sobre seras de esparto hasta la bodega. La vertíamos en un hueco donde no había tinajas, el “pisadero” (20), que llamaban el lagar en los pueblos de al lado. La pisábamos, bien calzados, entre dos personas por tandas de unos doscientos kilos en unos cuatro metros cuadrados, hasta lograr que escurriera parte del mosto hasta el pocillo. Dábamos un par de vueltas a los racimos de uva y se quitaba lo más posible de escobajo, al tiempo que se rociaba yeso por toda la superficie pisada con una lata renegrida, que muchos años atrás había contenido una conserva en escabeche. Recogida la uva estrujada en un montón, se iba echando en cubos, mientras el mosto llegaba al pocillo por su pie. Una persona alzaba estos recipientes de caucho negro y otra los recogía sobre el cochambroso empotrado de madera y los vertía sobre la tinaja. No debíamos llenarla porque al fermentar se derramaba. A continuación se incorporaba el mosto del pocillo, extraído con cubo y soguilla. Parecía que estaba seca la casca, pero el líquido se perdía entre los huecos de la uva fragmentada. En pocas horas veíamos una espuma rosada y empezaba a cocer la masa, primero despacio, al poco, tumultuosamente y después era como si hubiera perdido el ímpetu y quedaba un hervor casi imperceptible, parecido al del puchero cuando le retiraban de la lumbre de paja. Desde el primer día de fermentación, o antes si no empezaba pronto, se “mecía” (21) la uva con un largo artilugio de madera de haya, el ”mecedor” (22), en cuyo extremo inferior estaba embutido un tronco dentado. Suponía este trabajo hacer que se mezclaran íntimamente hollejos, pepitas, pulpa y mosto para extraer todos sus valiosos componentes y luchar contra la segura aparición de bacterias acéticas llegadas casi al mismo tiempo que las levaduras. Durante quince días se debía mecer hasta dos veces diarias y hasta el final de la fermentación bastaba con una. Era el trabajo más duro de la bodega y causaba fuertes sudores al que lo ejercía, a pesar de que eran tiempos frescos de final de otoño. Al finalizar la fermentación se tapaba la tinaja con unas tablas cubiertas con arpillera, que aminoraban, pero no evitaban el contacto con el aire. Años después, aparecieron unos “gorros” (23) de goma negra que sí cerraban herméticamente. Tenían en el centro un orificio con tapón roscado que permitía respirar a la uva estrujada y fermentada o después al vino almacenado. Algunos días me encargaban quitar las natas (24) blancas, algo rosáceas, de las bocas de las tinajas. Lo hacía con dos cubos. Uno contenía agua limpia del pozo y otro era para escurrir la nata quitada con un trapo viejo. Había que fregar bien todo y hacerlo cuando se notaba que empezaban a formarse los minúsculos puntos blancos que con el tiempo llegaban a unirse. Si cambiaban de color era mala señal. Comenzaba la “corrida” (25) y el posterior descube del orujo en diciembre, o mucho más tarde algunos años. La fecha estaba supeditada a que hubiera fermentado al máximo el mosto, y eso dependía mucho de la climatología. Alguna campaña el vino quedaba muy dulce. Era corriente un nivel alcohólico de quince grados y, a veces, con mucho azúcar sin desdoblar. Se vendimiaban entonces uvas de más de diecisiete grados Baumé (26) en bastantes viñas. Sobre el tinajón, ya citado antes, caía el vino desde la canilla y era “analizado” (27) por los especialistas locales. Eran los peritos de siempre, llegados junto a conocidos borrachines. Bastaba empezar a “correr” para que como moscas asomaran múltiples huéspedes para dar su parecer, primero serenamente y al poco trabucándose. Sus opiniones no superaban un léxico mínimo: dulce, seco, flojo, fuerte, mejor o peor que el año pasado, mucho o poco color, áspero,…Alguno se bebía una lata de litro en un par de tragos. Corruco era el mejor trasegador, y no hablaba, sólo bebía y gesticulaba; decían los vecinos que era capaz de ingerir en un año la mitad del vino del pueblo. En la bodega todo era familiar. Perduraban en los tiempos las mismas tradiciones. Se aportaba un producto único, el yeso, se desinfectaba con una pajuela de azufre y se movía todo a cubos, ya fueran trasiegos, llenados o vaciados. El vino debía ser vendido antes del otoño para dejar hueco a la nueva cosecha. Vinateros del municipio colindante nos lo compraban, tras un largo regateo que solía prosperar. Se lo llevaban en cubas de mil litros, colocadas sobre un remolque o camioneta. El medidor del pueblo, habilitado por el Ayuntamiento, iba vertiendo el vino desde el tinajón con una “media arroba” (28) hasta un depósito que aportaba el comprador y desde el que lo trasegaba a sus cubas con una bomba y largas mangueras. A veces había discusiones con el medidor sobre la velocidad en medir, los rebosamientos, los vertidos o el llenado completo. Siempre se controlaba con un tizón (29) de yeso que alguien bien vigilado pintaba sobre las tinajas por grupos, cantando al final de cada uno las “veinte y raya” (30) tras cruzar las diecinueve anteriores. Las viñas y el vino eran el mayor ingreso de los agricultores. Sin excepción, todos tenían, además, otras pequeñas rentas. El montante no era grande ya que la propiedad estaba muy repartida y había pocos terratenientes. Era una economía de subsistencia. Bastaba la aparición del “mildeo” (31) o del “negrón” (32) en las cepas, que hubiera una helada en mayo, que una sequía primaveral redujera la cosecha de cereal, que granizara, que se “corrieran” (33) las uvas, que llegara una peste a los cerdos o a las gallinas, entre las posibles calamidades, para que la economía familiar se resintiera. Derivaba eso en sacrificios de la familia y sobre las compras de cualquier tipo de producto, con la consiguiente repercusión en los comercios del pueblo. Con frecuencia llegan a mi recuerdo las escenas de la vieja bodega familiar. Vislumbro su espacio diáfano. Puedo colocar en su lugar original cada una de las doce tinajas que había, el pocillo, la pesada escalera al empotrado, el cubo con varios pesamostos (34) rotos y el nuevo que funcionaba, el paquete de pajuelas, la espuerta con el yeso, el grueso y alto pilar de madera de chopo que sostenía la sólida cubierta de tablas, barro, palos y tejas, el pozo junto a la puerta del que sacábamos agua para la limpieza del local y que servía también para “bendecir” (35) al vino. Renacen en mi cerebro las canillas, el paquete de esparto seco y lavado, las tapas de los depósitos, los ”biernos” y horquillos (36), los “mecedores”... En estas remembranzas solo falta mi madre, mi abuela y las tinajas. Ahora, nuestra bodega únicamente contiene silencio y trastos viejos. Tras muchos años de estar bien cerca de las uvas y el vino, reflexiono sobre las tradiciones y comparo el pasado y el presente. ¿Eran buenos los vinos de entonces con su elaboración artesanal? ¿Eran mejores que los de ahora? ¿Por qué nos gustaba tanto y lo valorábamos tanto antes? ¿Por qué bebíamos más vino? Difíciles respuestas si deben darse muchas décadas posteriores a mi infancia, con una sociedad diferente, muy opuesta hasta en principios básicos, y con tecnología que desborda a muchos estamentos del sector primario. Los niños ahora no meriendan pan con vino y azúcar, ni roban un traguito del tinajón, no preside la mesa una raída jarra de vino de la que todos se sirven, - los críos un chorrete sobre medio vaso de agua-, en el mercado abundan las bebidas gasificadas y las cervezas han robado al vino su lugar de privilegio, que no de categoría. Tenemos miedo a algo que en mi infancia no se valoraba: el alcoholismo; hay, hubo y habrá borrachos como tara social, pero ¿cuántos del vino? Tenemos pánico a algo antes inexistente: engordar; el vino, seguramente, engorda muchos menos que las grasas saturadas y la pléyade de alimentos energéticos que nos rodean. Creo que el vino se elabora hoy con excelentes medios por magníficos profesionales y es mejor que el de ayer. Tenemos ahora, respecto a décadas pasadas, una materia prima diferente, obtenida de un medio distinto, buenos equipos y conocimientos, así como mayores exigencias de los consumidores. No obstante, para tener una opinión autorizada sobre la calidad del vino es preciso conocerlo, “saber de cata”, beberlo a diario con moderación, mejor en compañía, encontrar placer en su consumo y valorarlo como la bebida natural por antonomasia. Acabo estas líneas cuando empieza ya finalizó la vendimia en el pueblo. Hace poco le comenté a mi padre, un nonagenario con salud de hierro, mi pretensión de escribir lo que estoy narrando y refrescar parte de mi niñez. Me miró con cara muy seria. -Ganas tienes de recordar las fatigas que pasamos, los sacrificios que hicimos para que estudiarais los tres y vivir decentemente. Encima ya ves lo poco que me ha quedado de paga- me dijo. Me sonreí. Él y mi madre fueron buenos magníficos educadores a pesar de su escasa cultura. Nunca quisieron dejarnos ligados al campo, pero elegimos estudios relacionados con él y no nos hemos arrepentido. De vez en cuando tenemos un largo cambio de pareceres en la familia donde surge vehementemente el pasado y el presente. -El campo es lo peor. Los productos no valen- comenta muchas veces mi padre. Me sonrío y disiento… parcialmente. No tengo hermanas. Quien desde el vientre de mi madre ayudaba en las prensadas que encabezan estas líneas resultó ser un hermoso niño. Algo de la cosecha del año al que me he referido está en nuestros toneles. “El vino del año del niño”. Esa es su etiqueta, sin más. Ricardo Rodríguez Rodríguez Ingeniero Agrónomo (1) Vamos (2) Esfuerzo para aplastar la masa de uva triturada y fermentada (3) Maestro de niños (4) Espita (5) Llena (6) Conjunto de uvas estrujadas (7) Separar el vino de la casca (8) Depósito troncocónico de barro similar a la parte baja de la tinaja (9) Mecha de hilo o tela retorcida recubierta de azufre (10) Tinaja enterrada a la que desembocan todos los líquidos de la bodega al situarse en la parte más baja (11) Bieldos, herramienta formada por un largo asta terminada en 4/6 puntas (12) Elemento sólido de varios años contenido en vasijas que imprime carácter a su contenido (13) Hisopazos (14) Elaboraba (15) Virgen del Pilar (16) Conjunto de varios granos utilizados para pienso del ganado (17) Gran depósito de hojalata (18) Racimos de uva atados a una cuerda puestos a secar colgados del techo de la vivienda (19) Retirar el estiércol del ganado (20) Lugar donde se pisa la uva para separar el mosto (21) Mover la uva triturada mezclando mosto, pulpa, hollejo y pepitas (22) Instrumento usado para mecer el contenido de las tinajas antes de la fermentación (23) Gomas negras circulares que cierran herméticamente la boca de una tinaja (24) Levaduras dañinas al mosto (25) Separación del mosto de los componentes sólido gruesos de la uva (26) Escala de graduación del azúcar inventada por Antoine Baumé (27) Valorado sin criterio técnico (28) Recipiente de hojalata de 8 litros de capacidad (29) Pedazo irregular yeso hidratado procedente de una obra (30) Diez arrobas (31) Mildiu, hongo que ataca a las vides y destruye la cosecha (32) Oidio, hongo que ataca a las vides y ennegrece los racimos (33) Baja fecundación de las flores (34) Instrumento de cristal usado para medir el contenido de azúcar en un mosto (35) Añadir agua (36) Herramienta compuesta por un largo asta acabado en dos puntas

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