Los sumilleres tienen “talón de Aquiles”: no son máquinas

(... no creo que a todo el mundo le guste la anécdota, pero es real como la vida misma). Leyendo en...

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Martes 10 de Septiembre de 2013

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(... no creo que a todo el mundo le guste la anécdota, pero es real como la vida misma).

Leyendo en la prensa cosas relacionadas con el vino acabo de recordar una anécdota  que me sucedió hace ya unos años.

Fue durante un viaje de negocios a Milán. Viajamos juntos un colega de profesión, asturiano él y yo.

Al final de una de las jornadas de trabajo decidimos darnos un homenaje en uno de los mejores restaurantes de Milán al ladito de la catedral, a un costado de la Galería Vittorio Emanuel II.

Mi amigo tiene gustos refinados y mundo para dar y tomar. Nuestro hotel estaba en la zona de la Plaza del Duomo y nos asesoramos de dónde estaba el mejor restaurante de la zona,  como siempre,  con el personal del hotel para acertar. Nuestro informante nos comentó que no era necesario reservar ya que era un día entre semana y no íbamos a tener problema. Y en caso de problemas que le llamasen a él.  Y para allá que nos fuimos.

La persona que nos recibió en el restaurante nos indicó que sin reserva debíamos de esperar un poquito en el en bar del restaurante y enseguida nos atenderían. En el bar nos agasajaron maravillosamente pero el tiempo pasaba y a pesar de nuestra insistencia nadie nos llamaba para pasar al restaurante. Las mesas estaban vacías y en  gran cantidad. Al fin y tras una muy larga espera (ya esperamos por cabezonería olvidando la dignidad, repetidas veces le pedí a mi amigo irnos a otro lugar, había montones en la zona), llegó el maitre a hacernos los honores y prácticamente sin disculparse nos acomodó y nos atendió correctamente.

talla unica

Una vez tomaron nota de la comanda llegó el sumiller –traje y aperos adecuados al lugar, extra luxury- con el vino que habíamos pedido. Se encargó mi amigo de probar el vino y directamente le dio un rotundo suspenso  con una breve explicación. El sumiller pidió disculpas, recogió la “mercancía” y prometió volver de inmediato con una nueva botella. El vino era el más (o uno de los más caros de la carta) quiero recordar que eran unas 150000 liras del año 95.

 

Yo no conocía tan en profundidad a mi amigo para saber de su doctorado en vinos.

Llegó el sumiller con la segunda botella, hermana de la anterior, abrió la misma con los mismos rituales, se produjo el mismo test y se volvió a calificar  a aquella joya con un rotundo suspenso por parte de mi amigo. Esta vez el sumiller ya pidió algo más de detalles que mi amigo le dió y aunque no pareció convencer mucho al sumiller, nos trajo una tercera botella del mismo vino. Al rechazarle la tercera botella, el sumiller con una cierta cara de póker, nos informó de que aquella reserva especial se les había agotado y eligiésemos otro vino “que invitaba la casa”.

A mí, el corazón me latía acelerado por lo violento de la escena que nunca habría imaginado.

Ya de vuelta al hotel mi amigo me confesó que lo que había hecho era una venganza por la larga espera con la que nos castigaron bien por no haber acudido con reserva, o por no llegar en un lamborghini o un ferrari como el resto de los clientes o porque el Real Madrid les había dado “para el pelo” en la eliminatoria de la Copa de Europa.

Pero ¿y el vino?. El vino estaba en su punto y era extraordinario pero nadie te puede demostrar –y menos un sumiller disfrazado de italiano campesino del siglo pasado- que el vino no estaba “ligeramente tocado”. Los años, la temperatura, el grado de acidez, el buqué y ese largo etc que se maneja en las catas no son matemática pura. En una cata tienen ese componente creativo que hace que tu imaginación vuele y en este caso, no era una cata era una importante consumición y la imaginación no volaba con viento a favor. Si a esto le añades que mi amigo hizo gala de su presidencia del VIP_club de Cata_Ovetense, ¡pues un poco debía entender de vinos(*)!

Admito mi culpabilidad por cómplice...

 

(*) El VIP_club de Cata_Oventense solo ha existido en la tarjeta de mi amigo, que yo sepa.

 

Un artículo de Ignacio Garcia
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